Eloy Cuadra Pedrini / Artículo de opinión.- Vuelve otra vez lo que parecía olvidado, las pateras cargadas de africanos tocando nuestras costas y perdiendo la vida en ellas. Hace un par de días en Lanzarote, una patrullera, noche oscura, mala mar, y la tragedia. Y creo que es momento de volver a escribir sobre ellos, los Otros, los extranjeros, los diferentes, los que sufren, ahora que ya hace tiempo que aquí sufrimos también muchos de los que llamamos “nuestros”, creo que es importante situar el despertar a la rebeldía de este que os escribe, este al que muchos relacionáis con las personas sin hogar y otras muchas causas perdidas. ¿De dónde ha salido este tío tan raro?, tal vez os lo habréis preguntado alguna vez.
Pues sí, hubo un tiempo en el que era, uno más de los guardianes del sistema: un agente de la ley y el orden, fiel a la Ley y fiel al Orden. Un joven que el destino quiso llevar a Fuerteventura allá por el año 1999, en los albores del movimiento migratorio masivo de africanos hasta Canarias. En una de esas patrulleras trabajaba yo cuando se produjo ese despertar a una nueva conciencia, al enfrentar el rostro del sufrimiento y de la muerte de estos a los que muchos llaman “ilegales”. De aquellas experiencias han salido tres libros, una primera entrañable novela y dos ensayos posteriores. De este último, Un ensayo sobre la violencia (en las fronteras de lo humano), quiero rescatar un pasaje del capítulo XII donde hablo de ese despertar, por si pudiera ser del interés o la curiosidad de algún que otro lector conocido, sirviéndonos de paso también para que se hagan una idea de lo difícil que es a veces rescatar a estas personas.
Corría el año 2000 y andaba yo por la isla de Fuerteventura, donde me habían enviado para formar parte de la primera Unidad Marítima que la Guardia Civil desplegaba en Canarias. Hasta entonces yo siempre había sido un agente más, preocupado por hacer lo que me ordenaban de la mejor manera posible, sin pensar demasiado en otras cosas, sin complicarme mucho más allá de lo necesario. Así era yo cuando empecé a toparme con los inmigrantes en sus barquillos, y así seguí siendo hasta que una mañana nos avisaron para que nos acercáramos hasta un punto de la costa donde la noche anterior había desembarcado una patera sin ser vista. Al parecer un inmigrante había encontrado la muerte entre las rocas de la orilla y hacía falta recuperar el cadáver. Apenas llegar comprobamos que era cierto, y allí estaba el cuerpo del joven, inerme, en el fondo, a unos cuatro metros de profundidad, de donde urgía sacarlo antes de que la marea lo arrastrara mar adentro y el rescate se hiciera imposible. Alguien tenía que lanzarse al agua y me tocó a mí, voluntario siempre para cualquier actividad acuática que se prestara. Y aunque sólo fueron unos segundos los que tardé en rodearlo con una cuerda y subirlo, fueron suficientes para mirarlo a la cara y ver el rostro de la muerte, el de un joven africano con no más de 25 años, con sus ojos negros abiertos de par en par pareciendo querer decirme “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”. Aquello me dejó algo impactado, traté de imaginar lo que debe ser morir ahogado y la visión de la muerte me acompañó durante semanas, tal vez meses, casi hasta hoy mismo.
Aquel rostro fue sólo un primer golpe en mi conciencia al que siguieron otros, por desgracia, y la conversión acabó de completarse poco tiempo después en otra noche de servicio. Esta vez la llamaba de auxilio vino de los propios inmigrantes, nos avisaban con un teléfono móvil desde una patera que decía estar a la deriva y sin motor, en algún punto de la costa majorera con olas de cinco metros arrastrándolos peligrosamente hacia los rompientes. La suerte quiso que la batería del móvil aguantara hasta poder localizar su posición y al poco estábamos allí tratando de rescatarlos. Tal como esperábamos las condiciones del mar no eran nada buenas, y lo primero que intentamos fue remolcarlos, pero la fragilidad del barquillo hacía que no encontráramos lugar donde afianzar el cabo sin romper un trozo de madera del interior de la patera. La situación no hacía más que complicarse y al poco comprendimos que no podíamos hacer otra cosa que intentar subirlos a la patrullera lo antes posible o acabaríamos todos a los pies del acantilado. El riesgo era grande si contamos el fuerte oleaje que reinaba, la fragilidad de la patera y el nerviosismo que suelen presentar los inmigrantes en estos casos, pero lo asumimos, no podíamos hacer otra cosa.
Les advertimos en español y en un francés bastante deficiente, les pedimos que hicieran el trasbordo despacio y ordenadamente pero de nada sirvió; en cuanto nos aproximamos a la barquilla quince de ellos se abalanzaron sobre la patrullera quedando colgados a punto de caer al agua. Imaginen la escena… si pueden: un mar encrespado próximo a un acantilado y mucha gente asustada temiendo morir, la situación pronto se torno dantesca y más que eso. Tiramos de los que podíamos, de los que teníamos más cerca, otros trepaban por nuestra espalda, se oían gritos, luchábamos por no caernos todos al agua, y los que quedaron en la patera miraban tanto o más asustados que nosotros. De repente, no sé cómo pero observé que uno de ellos permanecía colgado de la parte más baja del candelero de nuestro barco, agarrado por las yemas de sus dedos con medio cuerpo dentro del agua a punto ya de dejarse vencer por la fatiga. Corrí hacia él y lo prendí por los brazos; sabía que sí caía en su débil estado físico, con las ropas empapadas y el mar como estaba se iría al fondo al instante. Lo que no esperaba yo, y quizás tampoco él, era encontrarme con tantas dificultades para subirlo. Sencillamente no podía, por más que tiraba no había forma, mi posición no era la mejor, él estaba demasiado empapado en agua, demasiado abajo, y yo no soy tan fuerte. Sin más que hacer desistí de intentar subirlo y concentré mis fuerzas en mantenerlo agarrado mientras llamaba a un compañero para que viniera a echarme una mano. Y otra vez fueron sólo unos segundos los que pasaron hasta que pudimos subirlo, yo intentaba trasmitirle calma y él no dejaba de gritarme con el rostro desencajado “¡s´il vous plait!, ¡s´il vous plait!, ¡s´il vous plait!”. La suerte, el destino o tal vez el mismísimo Dios quisieron que aquella noche no muriera nadie en aquel acantilado, y aunque nunca más volví a saber de aquel joven negro, quiero pensar que hoy anda por algún lugar de este mundo haciendo feliz a mucha gente. Lo que vino tras de aquello fue como una sacudida que me removió por dentro, un despertar a una nueva conciencia y para mí, sin duda, hubo un antes y un después de esos rostros que hoy, cuan lejana reverberación siguen diciéndome s´il vous plait, s´il vous plait, desesperadamente, como si en la voz de aquel subsahariano suplicante clamara África entera. Fue entonces cuando comprendí que no es lo mismo que te hablen de algo, leerlo en el periódico o verlo en televisión que vivirlo en directo. A partir de aquellas experiencias supe que había algo que conecta a los seres humanos a través del rostro.
Y así fue como “desperté” o así al menos lo recuerdo hoy.
Y así es como se produjo el cataclismo, y como si de una penitencia se tratara nunca más pude permanecer ajeno al sufrimiento de los Otros. Desde entonces hasta ahora han pasado muchas más cosas, aunque viendo lo mal que está todo no sé si han servido de algo tantas luchas con tantas batallas en apariencia perdidas. En cualquier caso, esos balances globales se suelen hacer al final del camino, y yo, por más que miro adelante y camino y camino no veo más que camino y camino, y una voz interior que me dice: ¡adelante, adelante!
Eloy Cuadra Pedrini. Portavoz de la Plataforma por la Dignidad de las Personas sin Hogar.
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