Pura María García(*) / Artículos de opinión.- La muerte nos iguala. Esta es una frase que he escuchado decenas de veces. En muchas ocasiones. A voces distintas. La muerte nos iguala.
Jamás comprendí la muerte. Continúo sin comprenderla. Menos ahora, si cabe, cuando me rodea la muerte, cuando algunos de mis amigas y amigos, demasiados, se quedaron por este camino que es la vida, a medio vivirla y han quedado reducidos a recuerdo en la mente de quienes estuvimos vinculados con ellos.
La muerte nos iguala. Sin entender nunca muy bien qué encerraba la frase, me he aferrado a ella, en cierto modo, cada vez que flotaba la injusticia en el mar de la vida y se desataba en mí una nausea profunda al ver a personas inocentes (todas lo somos) encalladas en situaciones humillantes, injustas, brutales. Ese paisaje injusto, donde el dolor es el horizonte y donde no hay más montañas que los brazos en alto, rindiéndose bajo la coacción de un arma o un chantaje, es un paisaje que me resulta familiar desde hace muchos años. Recuerdo, me recuerdo, jugando, con la inocencia de una muchacha de 13 años, a dar clase (a intentarlo, al menos) a niños y niñas gitanos en un poblado de Alicante. Recuerdo entrar al poblado con varios adultos, pasar a una casa improvisada con cartones y chapas de metal, donde se escuchaban gritos, quejidos y voces que eran difíciles de traducir. Me recuerdo pensando que aquel lugar se había dejado ganar por un frío absoluto y que nada podía hacerse para impedir el paso al aire porque la puerta era un cartón y la ventana un agujero tosco. La muerte nos iguala, escuché entonces, cuando me pregunté en voz alta porqué los niños que existían debajo de mugre y mocos estaban allí y no en mi casa, una casa normal, sin frío, con voces calmadas que no tenían urgencia por nada. Si la muerte nos iguala, entonces al menos, habrá un punto en el itinerario de la vida donde todos nos cruzaremos, iguales, sin ser uno más que el otro, borrando las diferencias del injusto azar y del determinismo del cruel dinero.
Hace tiempo que se desvaneció ese asidero al que me aferraba, el creer que la muerte haría que las diferencias diametrales que nos separan, artificial y socialmente, sencillamente, en el instante final, se borrarían.
Hoy, en esa salida traumática del limbo que es la edad adulta, inmersa en las aguas podridas de una crisis que me imponen y que dejan caer, aquellos a quienes no les afecta y quienes la propiciaron para crearse un lecho cómodo sobre el que dormir, mientras nosotros, malvivimos, desahuciados de la esperanza, sé que ni siquiera en la muerte nos igualamos al otro: continúan las diferencias sangrientas y dramáticas. Es más, la muerte, en manos de los poderosos que dirigen su guadaña, nos distingue, nos clasifica y somos muertos de segunda, frente a muertos respetables y dignos de ser cifras en mayúscula y negrita.
Padecimos, padecemos aún, un ejemplo flagrante: las victimas del huracán Sandy. 106 ciudadanos americanos fallecidos. Alarma social. Conmoción ante el “dolor del gigante americano” que, en operación mediática se han vociferado, uno a uno, como si se tratase de una subasta de pescado, para hacer “sentir” el americanismo a una opinión pública que quizás se había alejado “peligrosamente” de demostrar su adicción al Tío Sam y sus tejemanejes de “todo va a ir bien”. De nada son culpables los muertos, americanos o no, pero han sido aprovechados, una vez más, como arma mediática, sin ningún tipo de pudor. América encendía velitas -y repito que mi crítica no se dirige a las víctimas sino al uso de ellas- por los muertos de primera, cifras astronómicas se pintaban en los rotativos y en los pies de imagen de las cadenas de televisión sensacionalistas, preparándose para, dentro de poco, justificar una inversión en reconstrucción y seguridad ante los desastres naturales que recaerá en empresas de amigos de los amigos de los que están arriba. Una vez más. La utilización de la muerte por un sistema carroñero, que esconde porquería bajo la alfombra de la realidad construida falsamente y a medida. Dolor de plañideras de la política, las mismas a quienes no les importa un bledo ofrecer seguros tan onerosos que la clase media y los sin clase –una mayoría que crece con terrible fuerza- no pueden siquiera aspirar a ellos. Las mismas que se encargan de blindar un sistema sanitario en el que los que no tienen (la gran mayoría) no pueden permitirse ser operados a no ser que estén a las puertas de la muerte. Obama y Romney están pensando en pausar las elecciones, han dicho los terroristas mediáticos y, de repente, crece, en los americanos y en sus súbditos-vasallos, nosotros y quienes nos gobiernan, una ternura artificial e inducida y crece la esperanza, y queremos creer que se puede creer, todavía, que Obama y Romney no son buitres sino que, de nuevo, nos muestran una faz humana y solidaria. MENTIRA. No iban a detener un show costosísimo, el espectáculo americano más rimbombante y rentable, junto con el de las guerras que no cesan de emprender. MENTIRA. Nadie los detendría. Nada si no es el petróleo o el juego letal de la bolsa.
Cacareaba los falsimedia, los políticos de sonrisa impostada, como su voz entrenada en sesiones de logopedia del marketing. Cacareaban y continuaban ocultando a los muertos de segunda, silenciando su existencia. No le han dado la misma difusión ni apoyo a las 52 muertos, para ellos de segunda, que en Haití hallaron el final de su vida frente a Sandy. Nada han dicho que la embargada y ahogada Cuba desplegó un sistema de emergencia, evacuación y gestión ante Sandy que evitó una catástrofe de inmensa magnitud. Tenían que silenciarlo porque ¿cómo admitir que el enemigo de América, con escasos recursos, pero un espíritu ideológico que no se trasplanta ni se injerta, ha sido capaz, una vez más, de superar los grilletes que América lleva colocando en sus manos de piel oscura desde hace mucho, demasiado tiempo? Tenían que callar que murieron solo 11 cubanos (los muertos, uno solo, nos duelen a todos), pero que a la embargada Cuba Sandy le dañó más de 130.000 viviendas y destruyo más de 15.000 hogares, en el oeste de la isla valiente.
Nada decían sobre Jamaica, muertos y tierra de segunda, donde Sandy dejó muertos y destruyó muchísimas viviendas, las más frágiles, las de los barrios más pobres.
Tenían que ocultar que en la República Dominicana, Sandy mató a dos jóvenes e hizo que 30.000 personas tuvieran que ser evacuadas. Y, aún más, callaron sospechosamente más datos sobre Haití. Nada, muy poco, dijeron sobre sus muertos de segunda porque hacerlo era destapar la caja de muerte de Pandora, admitir que regresarían a la memoria los muertos del terremoto de 2010. Nombrar a ese lugar de segunda era tener que decir en voz alta y reconocer que, desde aquel terremoto, son ya más de 7.300 personas (de segunda) los muertos por una epidemia de cólera que ha dejado, además, medio millón de enfermos. Decirlo era dar difusión a la doble cara de una moneda de vergüenza que nos afecta a todos. Por un lado, millones y millones de euros, que teóricamente debían destinarse a la reconstrucción de Haití, han sido desviados a bolsillos mucho menos necesitados –recordemos el caso de corrupción, el caso operación, en el que están probadamente involucradas ONG gestionadas por políticos corruptos como Rafael Blasco. Haití continúa vestida, después de 2010, con sus ropajes de jirones de miseria, ante la indiferencia de TODOS. El segundo dato que se oculta es que la epidemia de cólera que ha anegado de muertos y enfermos a Haití no ha sido provocada por el terremoto y sus efectos sino por la invasión de los cascos azules que han transmitido el cólera a la población, como ha sido probado al ser descubierto que l acepa causante es una cepa de cólera que procedía del sureste asiático, zona de la que venían muchos de los soldados “pacíficos”. No hay que olvidar que desde 2004 Haití está bajo la ocupación de la misión de las Naciones Unidas (¿unidas?) para la Estabilización en Haití (MINUSTAH) tras la intervención militar liderada por los estados unidos que derrocó al presidente J. Aristide. La ONU gasta, ni más ni menos, que 800.000.000 de dólares anuales en una misión de “ayuda y reconstrucción” que no da el mínimo fruto. Las misiones de la ONU, como la de Haití, firman un acuerdo llamado Status of Force Agreement, que prevé que los soldados de la ONU tengan inmunidad penal, pero no civil, por lo que cuando hay un daño, han de pagar por ello. Ni un solo juicio, ni una sola sanción, ni una sola indemnización se ha producido en Haití.
Era lógico, sangrantemente lógico: son muertos y vivos de segunda, para vergüenza de quienes nos creemos vivos de primera.
La muerte nos igualará. Espero.
Pura María García
http://lamoscaroja.wordpress.com/
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