Paco Déniz* / Artículo de opinión.- Unas veces para viajar y otras para recibir a amigos y familiares, me acerco al muelle de Santa Cruz, y cada vez que voy me pierdo en una especie de Karting barato para aprendices del volante, un laberinto experimental para ratones. Nunca repito aparcamiento. Hay grandes explanadas desiertas llenas de barreras de colorines y cadenas de las de antes que te prohíben la entrada, pero nadie ni nada te avisa de que no vayas por ahí. Cuando llegas te das de frente con la dichosa cadena y con otros cuantos usuarios echando maldiciones. Das la vuelta hasta que alguna autoridad investida de chaleco reflectante te indica que ahí no puedes estar. Das otra vueltita e intentas meterte en el espacio de casi toda la vida que tenía Armas. Tampoco. Otra cadena u otro ser investido de chaleco fosforescente te lo impide. Sigues hacia arriba y hay un aparcamiento con una barrera pero sin manera alguna de ticar nada. Debe estar reservado para alguien. Caben mil coches pero sólo hay dos. Sales del recinto y vuelves sobre tus pasos aprovechando cualquier resquicio para aparcar de forma ilegal. Echas un vistazo, no hay grúas, tampoco personal fosforescente, sólo usuarios con un pie en el suelo y el otro en el coche apoyado el brazo en la parte superior de la puerta. Otean el horizonte igual que tú. Opto por abandonar el coche en tierra de nadie y comenzar a saltar las vallas que me impiden acceder a la jaima de Armas. El muelle está lleno de vallas rojas y blancas y de hierro carbonizado (galvanizado que diría el otro). Todavía tengo edad para saltarlas, pero el problema es qué hago con mi madre. Cómo me las ingeniaré para ahorrarle todos esos obstáculos. Nada, al final lo mismo de siempre: ¡Pero mi niño! ¿dónde demonios dejaste el coche? Y mientras me echa la bronca en medio de maldiciones e imprecaciones al cielo, arrastrando bultos, veo a unos jóvenes que sacan otros tantos chalecos reflectantes junto a la escalerilla del barco y sacan su placa de picoletos juveniles, y allí mismo hacen una redada. Y me explico entonces por qué nunca hay nadie en la caseta expresa para estos menesteres. Son los que faltaban para un caos que, desde luego, contrasta con los favores y facilidades que se le da a la Compañía Olsen. Otra de las perlas del nacionalismo canario.
Mientras, el muelle de Santa Cruz sigue apacible, soñoliento y, a veces, muerto de risa porque no hay casi ningún barco y siempre está en obras, siempre provisional. Su responsable, el director de la Junta de Obras, dice que la solución está en el muelle de Granadilla, pero yo creo que la solución pasa por su despido fulminante por su reiterada suma y máxima incompetencia.
El almendrero de Nicolás.
* Paco Déniz es miembro de Alternativa Sí se puede por Tenerife y profesor de Sociología de la ULL.
Comentarios