Luis Alberto Henríquez Lorenzo / Artículo de opinión.- Empezando por la mucha mediocridad que aporta a la Iglesia católica quien estas líneas escribe y siguiendo por la mucha que aportan todos los trepas, los figurones, los burócratas antimilitantes, las feministas partidarias del aborto y de la ideología de género, los falsos progresistas mundanizantes, el común denominador de los fieles que no se toman en serio la exigente doctrina de la Iglesia sobre la familia, los muchos curas que se oponen al Magisterio y que haciendo de su capa un sayo difunden el laicismo a menudo bajo la coartada de dialogar con la cultura y la modernidad, y los meros enchufados que muy poco o nada arriesgan en el camino de la fe cristiana, en la Iglesia católica que peregrina por España un testimonio de vida como el de la joven católica española Bárbara Castro García sorprende, descuella.
Nacida en el año 1981, acaba de fallecer (su funeral en Córdoba se ha celebrado este pasado 7-7-2012): víctima de un cáncer durante su embarazo, se negó a recibir tratamiento que pudiera perjudicar la vida del bebé que llevaba en su vientre: su bebé, sano y salvo; ella, fallecida. Sin duda, ha dado la vida por otra persona, como Cristo que... Al igual que la ya santa Gianna Beretta Moya (patrona de los movimientos provida, por más que algunas responsables de la movida provida en Gran Canaria esto ni lo sepan), pediatra italiana fallecida a los 39 años de edad en el cuarto de sus embarazos por circunstancias completamente similares a las sufridas por la joven católica española. Y al igual que otra joven italiana llamada Chiara Corbella, también fallecida hace unas semanas por las derivas y complicaciones de un tumor maligno que se negó a que le trataran para evitar dañar la vida del bebé que llevaba en su vientre.
Ante el testimonio de preferir ofrendar la vida en fidelidad a unos valores superiores que se profesan -lo del filósofo francés Emmanuel Mounier: “Hay fidelidades por las que vale la pena dar la vida”-, hasta se me adelgazan las razones ateas y deicidas de ese filósofo a un bigote pegado llamado Niezsche: total, aunque no es ciertamente un criterio objetivamente universalizable de validación (falsación> diríamos desde ciertas escuelas filosóficas) de una verdad el preferir entregar la vida por fidelidad a las convicciones éticas, morales o religiosas profesadas, la fuerza del testimonio martirial.
Pero sobre todo ahora que es verano, Bárbara Castro García, por más que tú goces ya de ese prado sin otoños que es el cielo -según dicen los místicos que es el paraíso-, y ahora que tus íntimos te lloran, creo caer en la cuenta de que testimonios como el tuyo son los que nos salvan, a todos los que somos mediocres y contumaces negadores de la eficacia santificante de la gracia del Espíritu, precisamente de ello mismo: de la desgracia de una vida sin gracia. Tú al menos has podido repetir con el talentoso y converso escritor francés Leon Bloy aquello de “Al final de la vida, solo hay un tristeza: la de no ser santo”, mientras nosotros nos sorprendemos ante tu gesto, atrapados por la mediocridad de nuestras vidas y por la contumaz crisis económica que ya, más que económica solamente o propiamente, parece se ha hecho cósmica, epidérmica, consubstancial, consuetudinaria.
Por lo demás tu gesto, descomunal, al alcance de muy pocos -y sin embargo todos los católicos estamos llamados a la santidad, a defender con la propia vida la fe recibida en el bautismo-, también me hace caer en la siguiente reflexión, que me llena de alguna zozobra y de no poca perplejidad: si no existe ese Dios capaz de ofrecer una última palabra de justicia a todas las víctimas de la historia, a todas las innúmeras víctimas inocentes que la historia de la humanidad ha conocido -esto ya comenzaron a intuirlo, desde posiciones ateas o agnósticas, los filósofos de la Escuela de Frankfurt-, tu gesto heroico y santo tendrá el mismo final (el pudridero, en modo alguno el camposanto, la gloria, el triunfo sobre el mal, sobre la muerte aniquiladora) que cualquiera de los gestos perversos, asesinos y genocidas que la historia de la humanidad también ha conocido: la mezcla de trigo y de cizaña que es la vida terrenal, la existencia humana.
Solo que entonces, ¿nos consuela aceptar que justamente es así de darviniana y de fatalista la existencia humana? ¿O será más bien que mis conceptos de darvinismo social y de fatalismo están viciados por una determinada concepción moral? Aunque ciertamente, desde esta misma “regla de tres”, cabría que acusáramos al darvinismo social y a ese fatalismo a que me he referido de venir a ser a esta controversia similares conceptos éticos o morales viciados...
Fenomenológicamente hablando, casi todo es intencionalidad en la existencia humana, en la humana existencia. Pero me quedo con la intuición, aún entre atea y agnóstica pero “sedienta de eternidad y de infinito” (Unamuno dixit) de los filósofos de la Escuela de Frankfurt: “¿em>Quién se encargará escatológicamente de otorgar la justicia a todas las víctimas de la historia, a todos los inocentes que han sido, a todas las anafrank que por la historia han pasado, a todas las que, como la joven católica española Bárbara Castro García...?
Luis Alberto Henríquez Lorenzo. Julio 2012.
Islas Canarias
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