María Puig Barrios(*) / Artículo de opinión.- Francisco tenía 16 años y vivía en su Valencia natal, donde se estaba formando, cuando oficiales del ejército, alarmados por el avance de la clase trabajadora que se vislumbraba con la victoria democrática del Frente Popular de izquierdas, iniciaron un golpe de estado en España. Estos oficiales compartían, con sectores económicos españoles, la ideología de los partidos fascistas que gobernaban Alemania e Italia, gobiernos que apoyaron a los golpistas españoles, como lo demuestran los ataques aéreos realizados en Guernica, en abril de 1937, por la Legión Cóndor alemana y la Aviazione Legionaria italiana, a favor de los golpistas.
La familia de Francisco era de izquierdas, y participaba activamente de aquel movimiento de la República y del Frente Popular que luchaba por el avance político, social y cultural de una España pobre, atrasada, analfabeta. Su compromiso político los llevó a todos y todas –también a sus hermanas mayores– a defender la legitimidad democrática del gobierno republicano. A pesar de su edad, Francisco decidió que él también debía defender la República y se alistó en el Cuerpo de Carabineros, en enero de 1937, como así consta en los boletines que custodia el Archivo de Salamanca.
En el Frente, lo hirieron en el brazo y durante el traslado a zona sanitaria, cayeron en manos de los militares fascistas que se autodenominaban “nacionales” (¿Por qué no se llamaban fascistas, si lo eran? La derecha siempre oculta, con eufemismos, las palabras malsonantes de su dura propuesta política). Al oficial que lo acompañaba, los militares fascistas le pegaron inmediatamente un tiro y a Francisco, demasiado joven para ser importante, se lo llevaron a un campo de prisioneros donde el trato fue duro. Su madre, Vicenta Fuster, sólo vio volver a dos de sus cuatros hijos combatientes. Nada se supo de los dos que no volvieron. Uno dejó viuda y un hijo pequeño que sólo contaron con el apoyo familiar, porque así era España, en la posguerra: un mundo de viudas y huérfanos desamparados, sin cobertura social.
A Francisco, las “nuevas” autoridades fascistas, lo enviaron a Lanzarote para “cumplir” con el servicio militar obligatorio. Una isla volcánica, árida, poco poblada, alejada de Valencia, de la España continental, características todas ellas que el Gobierno de los golpistas consideraba las adecuadas para desterrar a los republicanos. En Lanzarote, permaneció “movilizado” en el cuartel hasta finalizar la II Guerra Mundial, en 1945. Durante ese tiempo, volvió dos veces a Valencia a ver a su familia, y las dos veces lo detuvo la Brigada Político-Social por la denuncia de la portera falangista del edificio donde vivían sus padres, que controlaba las idas y venidas de los “rojos”. La acusación de haber ocupado cargos políticos de responsabilidad no se sustentaba por la edad, pero había que pasar por la detención y los interrogatorios.
A Francisco, que había dedicado el tiempo en el cuartel a enseñar a muchos soldados a leer y escribir, sus superiores le ofrecieron seguir en el Ejército donde podía ascender, tener un puesto, una paga y una vivienda de por vida, pero Francisco rechazó la oferta. Era el ejército fascista. Lo fácil hubiera sido contemporizar con el “nuevo” régimen, con el ejército o la Falange, para medrar, y beneficiarse de un buen empleo público, sueldo y casa del Estado (no las casas baratas, para obreros pobres, sino las mejores casas de los cupos especiales para funcionarios del franquismo). Alguno lo hizo. Francisco no, como la inmensa mayoría de los hombres de izquierda, de los combatientes republicanos, con fuertes convicciones políticas.
Se quedó en la Isla de Lanzarote de la que se enamoró. En la vida civil. Buscándose la vida. Allí se casó y nació su primera hija. Cuando el racionamiento, la escasez, las penurias, la pobreza cultural y la falta de libertad a la que estaban sometidos llegaron a ser insoportables, se marchó al territorio francés más cercano, a l’AOF (África Occidental Francesa), a Port-Etienne. Su mujer y su hija se reunirían con él, meses más tarde, viajando a la Güera, pequeña localidad saharaui cercana a la frontera mauritana. Pero allí estaban las Autoridades españolas para impedirles lo que consideraban una “huida” del territorio “Nacional”. Las fronteras de España estaban cerradas a cal y canto. También en las colonias. Durante el confinamiento en La Güera, nacería su segunda hija. Tuvieron que pasar dos años, antes de que toda la familia pudiera pasar del otro lado de la frontera. Hubo un retorno a Lanzarote, a mediado de los años cincuenta. Nació su tercer hijo en la Isla donde la estancia duró poco menos de dos años. La vida seguía siendo como en la posguerra, una posguerra que parecía no acabar nunca, contrariamente a lo que ocurría en el resto de Europa. Tuvieron que volver, con muchas más familias canarias, a Port-Etienne, a trabajar en las empresas francesas.
En África, descubrió un mundo multicultural e intercultural, un mundo en el que se entrecruzaban creencias, valores, actividades, tradiciones, un mundo que enriquecía las relaciones humanas, si se reconocía, aceptaba y valoraba la diversidad cultural. En Port-Etienne, nació su cuarta y última hija, en esa alternancia de nacimientos entre las Islas y el Continente Africano. En Port-Etienne, sus hijos estudiaron en escuelas e institutos públicos, con profesores franceses, que no sólo les enseñaron otro idioma, sino otra cultura, con valores republicanos y democráticos. Ni cara al sol, ni fotos de Franco, ni doctrina fascista. Lo que evidentemente, lo hacía feliz. Gran lector, devoraba los libros de literatura francesa de sus hijos, en “versión original”, aprendiendo de forma autodidacta, desde su conocimiento de otra lengua latina, el castellano, y también el valenciano que se hablaba de forma habitual, en casa de sus padres. En Port-Etienne, viviría el proceso de independencia de Mauritania, un proceso pacífico, después de la dura lección de Argelia. En Nouadhibou (Port-Etienne recuperó su nombre árabe, después de la Independencia), moriría con sólo 46 años por causa de una enfermedad coronaria, y allí, donde la arena cálida y dorada lo sepulta todo, está enterrado, lejos de los cementerios lúgubres y los lutos que tanto detestaba. Las personas –decía– siguen viviendo en la memoria de los que los conocieron.
A sus hijos les enseñó, sobre todo con su ejemplo, a formarse, a ser honestos, a hacer bien su trabajo, sin acomodarse ni contemporizar con el poder, a salir adelante con su esfuerzo personal, sin traicionar sus ideales, luchando, trabajando, buscando alternativas, siendo críticos, libres y responsables de sus vidas. Así eran los hombres que lucharon por la República. Así era Francisco, mi padre.
María Puig Barrios
ecretaria General del
Partido Comunista de Canarias
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