Paco Déniz* / Artículo de opinión.- Desde la época de Tarzán de los monos simpatizamos con todos los elefantes del mundo y pueblos oprimidos. Tarzán nos enseñó el amor por los animales aunque fueran fieras poderosas, y nos enseñó a desconfiar del hombre blanco, sobre todo si es rosado. Nos advirtió, además, que la jungla no es apta para machangos. Luego, con el tiempo, otras personas y otros programas de televisión nos han descubierto la fauna que pulula por esa parte de África y nos han mostrado por qué y cómo hay que defenderlos de la rapiña, la usura y los gustos de una selecta minoría de mamarrachos que creen que el mundo y las personas le pertenecen, que todo tiene un precio. En fin, que de un tiempo a esta parte, las personas humanas han asimilado la necesidad de preservar estos hábitats y esta fauna. Por eso se hacen grandes inversiones y esfuerzos por implicar a las poblaciones de esos países en la conservación de los grandes y pequeños animales. Muchas ilusiones y vidas ha costado la defensa de los grandes mamíferos. Pero he aquí que, entonces, llega el Rey de los españoles y se le antoja cazar un elefantito, no uno cualquiera, sino el gran elefante blanco, una obsesión que le persigue desde muy chico, cuando ya jugaba con escopetas y pistolas, el de los colmillos más grandes, el de la cabeza disecable para exponerla en su palacio y contar a sus nobles y vasallos de cómo pertrechado en su papamóvil, con cuatrocientos escoltas por si a caso y cinco mil porteadores, se dispuso a enfrentarse él solito (y sus cuatrocientos escoltas) al tremendo bicho. Contará cómo se cepilló el presupuesto recaudado a sus vasallos allá en la Europa rosada y lejana.
Todo salía a pedir de boca, el gran paquidermo se cruzaba lento por la mira telescópica de su Winchester, cuando se oyó el grito de Tarzán, que de un salto olímpico agarró la liana y se abalanzó sobre todos los machangos blancos reunidos y algún que otro negro traidor, y repartió galleta a espuertas. Cuando los tuvo a todos en el suelo y bajo la atenta mirada de su león y de chita, caminó hacia el mamarracho maximus que, acojonado, echó a correr atropelladamente pisando un cepo para caderas, lesionándose y quedando a merced del auténtico rey de la selva: Tarzán.
Unos dicen que si fue Dios quien lo castigó, pero no, porque Dios nunca ha viajado a África, fue Tarzán de los monos que volvió a impartir justicia contra el tirano blanco y sus secuaces.
Cuando el rey de los españoles se recuperaba entre sudores y abanicos de esclavos, tiritaba y le revenían fantasmas de osos rusos que se erguían frente a él, de perdices castellanas que le picoteaban el culo. Entonces despertó. Cuando volvió en sí, ya era 14 de abril, y se fue a la estación a coger un tren para Portugal.
El almendrero de Nicolás.
* Paco Déniz es miembro de Alternativa Sí se puede por Tenerife y profesor de Sociología de la ULL.
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