Salvador López Arnal * / Artículo de opinión.- Consideraciones sobre Darwin, el darwinismo, la izquierda y asuntos afines (II). En respuesta a Sergio de Castro Sánchez.
“Descubrí, aunque de manera inconsciente e insensible, que el placer de la observación y el raciocinio era muy superior al de la pericia y el deporte”. El viaje en el Beagle cambió decisivamente a Charles Darwin en muchos aspectos; en cambio, en otros hizo que se ratificara en sus posiciones y principios. Al llegar a Brasil, se incendió de indignación ante la esclavitud “que todavía era legal”, recuerda Janet Browne, en la antigua colonia portuguesa. El nieto del ilustrado Erasmus Darwin recogió en su diario algunos relatos terribles. Hechos tan repugnantes, llegó a escribir, que si hubiera tenido de conocimiento de su existencia en Inglaterra habría pensado que eran inventados para producir algún efecto periodístico. Sus escritos de aquellos años contienen referencias a las diversas comunidades humanas que encontró durante la trayectoria: a los gauchos (viajó con ellos a través de Argentina), a los indígenas de Tierra de Fuego, a los tahitianos, a los maoríes y a los aborígenes australianos. Su opinión se mantuvo inalterable: todos los seres humanos eran hermanos, no existían “discontinuidades” antropológicas; ningún maltrato era aceptable. La política antiesclavista estaba fuertemente arraigada en la opinión general de su familia. Todos apoyaron los movimientos contrarios a la esclavitud de comienzos del siglo XIX. La ley de emancipación de 1832 la abolía la en Inglaterra. Se gritaron “vivas” y el júbilo se extendió en la familia Darwin.
Janet Browne da cuenta en su historia de El origen de las especies de la única vez en que Darwin, que aunque nunca fue un revolucionario en asuntos poliéticos recibió con cortesía el regalo -Das Kapital I- de su vecino londinense Karl Marx, se enfadó fuertemente, hasta el borde la ruptura, con el capitán del Beagle, FritzRoy [2]. Durante una larga estancia en Brasil, un propietario de esclavos hizo comparecer ante él a todos sus hombres y les preguntó si querían ser libres. Respondieron que no claro está. FritzRoy se dio o quiso darse por satisfecho: aquella respuesta no ofrecía discusión, la pura verdad resplandecía ante sus ojos, la esclavitud estaba en el alma de los propios esclavos. Darwin le señaló lo obvio: nadie correría el riesgo de decir una palabra en sentido contrario, nadie era tan estúpido. FritzRoy salió del camarote donde discutían vociferando, la convivencia ya no era posible. La ruptura entre ambos permaneció en el horizonte durante semanas. Darwin vio con claridad cual era la actitud atemorizaba de los esclavos brasileños. Un día, también en Brasil, así lo cuenta Janet Browne, “mientras un barquero negro le llevaba en trasbordador a través de un río, agitó los brazos distraído para dar indicaciones y quedó horrorizado al ver que el hombre se agachaba de miedo”. Pensó, aterrado, que el naturalista inglés iba a pegarle. Era el maldito, injusto e inhumano trato al que era sometido todas las jornadas. Su pan diario.
Darwin desembocó en el muelle de Falmouth en octubre de 1836. Meses después, a principios de 1837, se convenció de que las especies vivas habían surgido sin intervención divina. Por extraño que parezca, comenta Browne, “no sabemos cómo ni cuándo alcanzó esa convicción”. La génesis de todo idea original encierra algo de misterio, añade la gran historiadora de la Medicina de la Universidad de Londres. No es el único caso. ¿Cómo surgió en Aristarco de Samos la idea del heliocentrismo? ¿Cómo irrumpió en Plank la discontinuidad energética? Más allá de la manzana caída, ¿cómo dio Newton con la idea de la gravitación universal y con otras grandes conquistas teóricas? Grandes científicos y científicas se han referido al modo en que cuajó en su conciencia un cambio de perspectiva, una nueva “cosmovisión”, un cambio categorial. En su mayoría coinciden en afirmar que su mente estaba predispuesta a la irrupción de esa nueva idea, de esa nueva hipótesis, tras años de trabajo, reflexión, desasosiego e incluso de pérdida de rumbo, “y que un conjunto de factores, algunos personales, otros intelectuales, otros circunstanciales, otros imposibles de expresar y otros profundamente sociales y políticos, les llevaron a un determinado punto” [3]. Thomas S. Kuhn -y tantos otros- habló también de ello en La estructura de las revoluciones científicas.
Como ha recordado Stephen Jay Gould, Darwin adoptó un infrecuente enfoque igualitario en torno a las fuentes del conocimiento. Sabía muy bien que “los datos más fiables sobre el comportamiento y la cría de organismos domesticados y cultivados procedían de granjeros y agricultores en activo, y no de señores feudales o autores de tratados teóricos”. ¿Obvio? Tal vez. Pero no está mal, nada mal [4]. Sea como fuere, ¿qué papel jugaron autores como Herbert Spencer y Adam Smith en las nuevas ideas que irrumpieron en la mente del naturalista británico? ¿Cuál fue su papel en la larga y decisiva revolución teórica que se puso en marcha en la mente de Darwin tras la vuelta del decisivo viaje en el Beagle?
Las ideas de progreso continuado y la existencia de leyes en la historia humana estaban muy presentes en grupos liberales de la Inglaterra de aquellos años. Amigos de Darwin como Buckle o el propio H. Spencer estaban entusiasmados por los cambios en la sociedad y en la naturaleza. En los escritos de este último, señala Browne [5], estas mismas ideas adoptaban la forma de una ley de la evolución que Spencer aplicaba a animales y plantas con la misma facilidad que a la política, la economía, la tecnología y la sociedad humanas. Valían para un cosido y también para un fregado; la generalización apresurada tendía ya entonces a extender sus alas uniformes. Así, en 1852, Spencer publicó un artículo titulado “The development hipotesis” en el que defendía una teoría general de inspiración lamarckiana de la transmutación animal. No sólo eso. El mismo Spencer alimentó una ambiciosa reformulación de la metafísica cuya primera parte publicó diez años después, en 1862, tres años después de la publicación del clásico de Darwin. Creía Spencer que el progreso social y biológico constituía un continuum, que ambos estaban gobernados por las mismas leyes inmutables y estaban sometidos a las mismas fuerzas de la naturaleza.
Darwin, así lo asegura la editora de su correspondencia, nunca se tomó en serio ninguno de sus escritos. Spencer no había sido bendecido con el don de la claridad. Darwin intentó acercarse a sus obras con la mente abierta pero “por más que lo intentaba, las definiciones de Spencer le parecían sin sentido” [6]. Su estilo era demasiado duro. Nunca llegó a decirlo abiertamente, pero el naturalista estudioso de las orquídeas y los percebes pudo haber pensado que la filosofía spenceriana era, digámoslo así, un pelín extravagante. No andaba muy errado.
En su Autobiografía, ya con menos cautelas, casi al final de su vida, Darwin se expresó en los siguientes términos sobre el “metafísico evolucionista”: “[…] Me dio la impresión de que Herbert Spencer tiene una conversación muy interesante, pero no me cae especialmente bien y no he tenido la sensación de que pudiese llegar a intimar con él (…) Después de leer cualquiera de sus libros, siento por lo general una admiración entusiasta por su talento sin límites y a menudo me he preguntado si en un futuro lejano no llegaría a encontrarse a la altura de los grandes hombres como Descartes, Leibniz, etc, sobre quienes, de todas formas, sé poca cosa. Sin embargo, no soy consciente de haber aprovechado en mi obra los escritos de Spencer. Su carácter deductivo en cada tema es completamente opuesto a mi estado de ánimo. Sus conclusiones nunca me convencen; y una y otra vez he dicho para mis adentros, tras leer una de sus discusiones. “Qué buen tema seria éste para una media docena de años de trabajo” [la cursivas son mías]. La modestia, como querían Engels y Sacristán, es la primera virtud del intelectual; el naturalista inglés no la desconocía. Él, como cualquier otro autor, no es omnisciente ni indiscutible sobre las influencias en su propia obra pero vale la pena dejar constancia de su opinión sobre este asunto controvertido, parcial o totalmente resuelto
Adam Smith es otro nombre a tener en cuenta, otro autor citado frecuentemente. El caso merece ser analizado con cierto detalle.
Muchos científicos, sostiene Stephen Jay Gould [SJG], no acaban de reconocer que “toda actividad mental debe efectuarse en un contexto social y que, en consecuencia, toda obra científica debe estar sometida a una variedad de influencias culturales” [7]. Los que sí aprecian esa conexión, sostiene el gran y malogrado evolucionista usamericano con conocimiento de causa, suelen contemplar esta impregnación cultural como un componente negativo, un nudo invariablemente negativo de la investigación libre: mera ideología versus conocimiento justificado. Las influencias culturales, en fin, son un estorbo, “un conjunto de sesgos que sólo pueden distorsionar las conclusiones científicas” y que, por ello, deben ser combatidas con tesón sin perderlas nunca de vista. Algunas interpretaciones del positivismo clásico, pisando fuerte, hacen aquí acto de presencia. Jay Gould gira temperadamente la mirada, con razones atendibles y fructíferas en mi opinión: “las influencias culturales también pueden facilitar el cambio científico, por razones incidentales, desde luego, pero aun así con resultados positivos cruciales: ¡el principio exaptativo que los evolucionistas deberían apreciar y reverenciar por encima de todo!”.
El origen del concepto darwiniano de la selección natural ofrece el ejemplo favorito de “contexto cultural promotor” de SJG. El autor de La riqueza de las naciones entra ahora en escena.
El físico e historiador de la ciencia Silvan S. Schweber, señala el autor de El pulgar del panda, ha trazado la cadena de influencia de la escuela de economistas escoceses “desde principios de 1830 hasta el estudio a fondo de estas ideas por Darwin mientras intentaba desentrañar el papel de la acción individual durante las semanas anteriores a su revelación “maltusiana” en septiembre de 1838”. SJG sostiene que, en su opinión, Schweber, quien documenta numerosas fuentes en las lecturas de Darwin, ha encontrado efectivamente la clave de la lógica de la selección natural y de su atractivo para el naturalista inglés, “en el doble papel de presentar eventos cotidianos y palpables como la materia prima de toda evolución (el polo metodológico) y subvertir el confortable mundo de Paley [el teólogo, el defensor de Dios como diseñador natural] invocando el más radical de los argumentos posibles (el polo filosófico)”.
SJG va más lejos. Su tesis ampliativa, expresada sin ropajes: la selección natural es, en esencia, la economía de Adam Smith transferida a la naturaleza. Pero, y éste es el punto -hic Rodhus, hic salta!-, es necesario tomar nota del decisivo (y aparentemente paradójico) corolario que SJG infiere del aserto anterior: “los seres humanos somos agentes morales y no podemos permitir la hecatombe (la mortandad a través de la competencia entre casi todos los participantes) derivada de la competencia individual desatada a la manera del más puro laissez faire”. Así, pues, esta es su tesis: “[…] la economía de Adam Smith no funciona en economía; pero la naturaleza no tiene por qué atenerse a las normas de la moralidad humana” [la cursiva es mía]. Es decir, el equivalente natural del laissez faire puro puede funcionar y funciona de hecho, acaso con contraejemplos de interés, en la naturaleza [8], de tal modo que el mecanismo propuesto por el economista escocés encuentra “su más refinada, y quizás única, aplicación en este dominio análogo y no en el de la economía humana”.
El principio, o su trascripción o traducción natural, vale para la naturaleza, pero no, en cambio, para el ámbito humano que no es, sin más mediaciones, una simple prolongación de aquel por mucha sociobiología o afín que queramos echarle. Los organismos individuales en la Naturaleza actuarían como actúan aparentemente, porque tampoco es el caso (carteles, acuerdos bajo mano, pactos secretos, oligopolios) las grandes corporaciones en la economía capitalista: sin principios, sin humanidad, sin cooperación, en lucha despiadada por la existencia y por el “honrado penique” (¡todo por la pasta!); el éxito reproductivo natural, por así decir, sería el equivalente económico a la búsqueda y obtención del máximo beneficio corporativo. El punto esencial de la lectura darwinista que nos propone SJG: la teoría de la selección, inspirada en principios de la escuela escocesa de economía (no es posible ni concebible, more geometrico podríamos decir, un Dios-conjunto de expertos que diseñe sin hecatombes y racionalmente la economía humana, algo así como un diseñador social inteligente) vale para el mundo natural (cuando vale, que no es siempre: Frans de Waal nos ha enseñado mucho al respecto) pero no, en cambio, para el ámbito humano. Somos naturaleza, desde luego, pero somos también seres morales.
¿A qué puede llamarse entonces darwinismo? ¿Qué principios o postulados deben aceptar quien quiera llamarse a sí mismo darwinista? La propuesta de SJG: por encima, se aprecia la centralidad teórica de la conclusión de Darwin de que la selección natural se efectúa a través de la lucha entre los organismos individuales, no entre especies ni entre tipo de entidades, por el éxito reproductivo; se reconoce el papel de la adaptación como el fenómeno central que requiere una explicación causal “porque el buen diseño también había sido el problema central para la teología natural [Paley] de tradición británica”. Estos dos principios, la actuación de la selección sobre los organismos en competencia como agentes activos y la creatividad de la selección en la construcción del cambio adaptativo, prosigue SJG, “bastan para validar la teoría en su expresión observacional y microevolutiva”. La tercera proposición, el tercer postulado, la premisa extrapolacionista, pretende que la selección natural, trabajando paso a paso a nivel organísmico, puede construir la vasta y casi inabarcable panoplia del cambio evolutivo “a base de acumular incrementos pequeños a través de la plenitud del tiempo geológico”. El geólogo Charles Lyell, otra gran influencia en Darwin, asoma ahora su amplia cabeza y su importante obra. La combinación productiva de los cambios “infinitesimales” con el ámbito potencialmente infinito de su despliegue temporal daría origen a la enorme diversidad natural que nos rodea, acompaña y abona. En términos digamos “dialécticos”: de la cantidad (imperceptible) a la cualidad (manifiesta); de los pequeñísimos cambios imperceptibles acumulativos a la irrupción de nuevos atributos, diría tal vez Daniel Dennett sin apartarse en exceso de la clásica concepción hegeliano-marxista. Este sería, pues, el contexto histórico básico de la teoría de la selección: su descubrimiento y utilización por Charles Darwin como refutación de la teología natural del diseñador cósmico propuesta por Paley a través de la incorporación de la estructura causal, en el ámbito natural, de la “mano invisible” de Smith.
En contra de la opinión conservadora, que suele hacer tenaz labor de espantapájaros social, las revoluciones no arrasan con todo. No todo cambia, algo permanece. Tampoco la darwiniana alteró sin restos nuestra vieja concepción de la naturaleza y de la vida. Incluso el gran científico británico estuvo convencido de que el resultado de ejercitar determinados órganos podía transmitirse a la generación siguiente [9]. También Kuhn en La estructura nos habló de ello, de ese naufragio-creación con algunos restos viejos y muchas, arriesgadas e incomprendidas propuestas nuevas. Pero no hay duda que el cambio conceptual que abonó Darwin insistentemente, con inaudito trabajo empírico, observacional, reflexión prudente, conjetura sólida y admirable espíritu científico, pocos científicos a su altura, ha alterado profundamente nuestras coordenadas culturales más esenciales. Las más profundas. También, desde luego, cómo si no, las del pensamiento de izquierda que quiera soñar y abonar utopías, rebeldías, resistencias y oponerse al determinismo genético pero que quiera hacerlo con solidez, tocando realidad y sin embarrarse en ella [10].
Notas:
[1] Janet Browne, La historia de El origen de las especies de Charles Darwin, Debate, Madrid, 2007 (traducción de Ricardo García Pérez), p. 32-33
[2] Ibidem, p. 38.
[3] Ibidem, p. 50.
[4] Stephen Jay Gould no olvida otras caras del poliedro Darwin. Darwin se mantuvo fiel a los valores “aristocráticos” en lo que respecta al juicio de su trabajo como científico: le importaba un pimiento la opinión del pueblo, la vox populi, en determinados asuntos, pero le “inquietaba sobremanera las opiniones de unas pocas personalidades bendecidas con esa rara mezcla de inteligencia, celo y conducta atenta que llamamos pericia (una propiedad humana democrática que sólo atiende a las facultades mentales y la constancia requeridas y que no guarda ninguna correlación intrínseca con la clase social, la profesión o cualquier otra eventualidad o circunstancia social)”.
[5] Janet Browne, ed cit, p. 74.
[6] Janet Browne, Charles Darwin. El poder del lugar, PUV, Valencia, 2009, traducción de Julio Hermoso, p. 243.
[7] Tomo pie en el apartado “Darwin como revolucionario filosófico” de la primera parte –“La historia de la lógica y el debate darwinistas”- del descomunal e inagotable ensayo de Stephen Jay Gould, La estructura de la teoría de la revolución, Tusquets editores, Barcelona, 2004 (traducción de Ambrosio García Leal), p. 146 y siguientes.
[8] SJG cita una carta de Darwin de 1856 dirigida a Joseph Hooker: “¡Qué libro podría escribir un capellán del diablo sobre las desmañadas, inmoderadas, desatinadas, bajas y horriblemente crueles obras de la naturaleza!”.
[9] Guy Deutscher, Prisma del lenguaje. Cómo las palabras colorean el mundo. Ariel, Barcelona, 2011, p. 65 (traducción de Manuel Talens).
Consideraciones sobre Darwin, el darwinismo, la izquierda y asuntos afines (III). En respuesta a Sergio de Castro Sánchez.
Darwin no era inconsciente de todo ello. Supo que un reseñador de Manchester, una de las mayores ciudades industriales de la Gran Bretaña, había afirmado que en su libro se defendía la idea de “la ley del más fuerte” y que había que extraer las consecuencias de ello. No le contradijo públicamente.
No fue el reseñador manchesteriano un caso aislado. Las “ideas” de Darwin, mejor, determinadas lecturas de sus ideas, conceptos e hipótesis fueron muy bien acogidos por magnates financieros y capitalistas industriales. A finales de siglo, señala Janet Browne, “los hombres de negocios, los filántropos y los capitalistas sin escrúpulos que planearon y llevaron a cabo el desarrollo de la industria norteamericana estaban aplicándolas” [2]. Especialmente dos grandes “personalidades” de aquellos años, dos grandes “emprendedores” norteamericanos: J. D. Rockefeller [3] y el propietario de ferrocarriles James J. Hill. Este último utilizó como slogan publicitario la expresión “supervivencia del más apto”, no sería el único: la empresa más fuerte y eficaz dominaría de forma natural el mercado e incentivaría el progreso económico a mayor escala. Suenan las notas: es la música mil veces repetida. No fueron los únicos. Browne recuerda también la admiración, la adoración incluso, de Andrew Carnegie por Herbert Spencer.
Se entiende, pues, la preocupación poliética de Sergio de Castro Sánchez quien inicia su respuesta con dos citas. La segunda es del magnate John D. Rockefeller. Va en el sentido indicado. La copio: “El crecimiento de un gran negocio es simplemente la supervivencia del más apto... La bella rosa estadounidense sólo puede lograr el máximo de su esplendor y perfume que nos encantan, si sacrificamos a los capullos que crecen en su alrededor. Esto no es una tendencia maligna en los negocios. Es más bien sólo la elaboración de una ley de la naturaleza y de una ley de Dios”.
¡No es ninguna maldad, no es ninguna perversión del “mundo de los negocios”! No hay pecado. ¡Natural como la vida misma! Para que cuadrase todo, Rockefeller, que probablemente no leyó nunca ni una sola línea de Darwin y tal vez quince pasos de la Biblia, incorpora no sólo a la Naturaleza sino al propio Dios en el cuadro, sin postular desde luego el Deus sive Natura spinoziano.
La otra cita, la que abre el trabajo de SCG y permite dar más luz a la afirmación del magnate usamericano, remite a un texto juvenil de los clásicos de la tradición: “En cualquier época, las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes; [...] Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideológica de las condiciones materiales dominantes, que han tomado la forma de ideas; no son otra cosa que la expresión de las condiciones que justamente transforman a esta clase en dominante, por lo tanto, las ideas de su dominación. [...] No queda entonces ninguna duda: las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes y no tienen ningún poder independiente del de esta clase” (La ideología alemana). En sus conclusiones, añade SGS que “[…] una de las más grandes aportaciones de Marx fue precisamente el concepto de ideología. A través de él, las pretensiones objetivistas y universalistas de la ciencia moderna tuvieron que dejar paso a otra interpretación de la historia de las ideas científicas: la que vincula a éstas últimas al poder de control social sobre el conocimiento del que disfrutan las clases dominantes”.
Intentaré decir algo sobre la noción de ideología, la cita de Marx que abre la respuesta de SGS y sobre La ideología alemana en mi última aportación pero me gustaría centrarme ahora en el paso sobre la ideología y la ciencia moderna, que conjeturo decisivo en la posición de SGS. La sugerencia o hipótesis de la ciencia como parte de la supraestuctura ideológica de la sociedad sin mayor precisión o comentario, siguiendo la clásica y algo gastada metáfora marxiana, no anda muy lejos de todo esto.
No descubro ningún nuevo Mediterráneo si señalo que el concepto marxiano de ideología es polisémico. La acepción de ideología como falsa conciencia no es ningún extravió hermenéutico. Hay muchas pistas de ello en la obra de Marx, plural y fluyente como todas las obras de los grandes científicos y filósofos. Marx lo fue desde luego. Los aparatos ideológicos althusserianos generaban una falsa comprensión de la situación real de los afectados si no ando errado. Ser materialista equivalía a no contar cuentos.
Sea como fuere, incluso si pensamos ideología como marco teórico, como “teoría” social hegemónica, como condiciones culturales de comprensión social, la objetividad y universalidad de la ciencia moderna, ¿es meramente una pretensión? ¿Una vana y falsaria ilusión arrojada a la cuenta de los cuentos estúpidos desmedidos por la crítica marxiana? ¿La tradición marxista dio un buen repaso (y para siempre) a esa sesgada pretensión? ¿El marxismo, otra tradición de mil tendencias, y diez mil tesis e interpretaciones, vinculó sin más las ideas científicas “al poder de control social sobre el conocimiento del que disfrutan las clases dominantes”? ¿Existe tal control social sobre las comunidades científicas, sus investigaciones y sus conquistas?
Existe. Cuanto menos en algunas disciplinas auque es conveniente delimitar sus contornos. Gran parte de lo que se llamaba o suele llamarse “big science” depende de grandes inversiones que tienen a estados y grandes corporaciones detrás interesadas en asuntos que tienen el poder y el dinero como valores destacados. No suelen aspirar filosóficamente al conocimiento por mor del conocimiento. No sólo eso. Las grandes multinacionales, a los hechos podemos remitirnos, no financian cualquier cosa, aunque no sean tan estúpidas como para cortar la hierba de la investigación básica. Hay más desde luego. Muchos programas de investigación abonados por grandes laboratorios, por ejemplo, exigen condiciones leoninas: hay que investigar la eficacia de un fármaco nuevo; si lo es, adelante con el paper, los laureles y los premios; si no lo es o sus efectos son indeseables, que se guarde en la caja fuerte y ya se hablará de ello dentro de dos o tres años, o cuando toque si toca. Lo tomas o lo dejas; debes tomarlo: tenemos el poder (y los medios) para tu (posible) gloria.
Pero, ¿es sólo esto? ¿La ciencia, sometida al “poder del control social del conocimiento” disfrutado por las clases dominantes y hegemónicas”, es una mera y ocasionalmente eficaz sirvienta? ¿Vive con permiso? Veamos un ejemplo que puede representativo. El caso de la denominada “disfunción sexual femenina” (DSF) [4], que no es propiamente investigación científica pura sino práctica científica con fuertes implicaciones ciudadanas, iIustra poderosamente sobre la imbricación de grandes corporaciones, profesionales científicos, estudios y congresos de investigación. Pero también sobre algo más: el importante, el decisivo papel de la regulación pública y de la consciencia crítica de las propias comunidades científicas. El nudo es esencial: hay resistencia, hay honestidad científica y ciudadana. Existen, siguen existiendo, científicos concernidos. La hecatombe de Fukushima ha sido otro ejemplo reciente de ello. No todos los científicos han permanecido mudos ni dóciles ante el poder y las estrategias de Tepco.
Hace más de diez años, en 1998, Pfizer, la principal compañía farmacéutica de Estados Unidos, comercializó Viagra, un tratamiento para la “disfunción sexual masculina”, concebida ésta básicamente como disminución o desaparición de la capacidad de erección. Se calculó que tres años más tarde, en 2001, a más de 17 millones de hombres en el mundo se les había recetado el medicamento comercializado por Pfizer. Su volumen de ventas superó ese mismo 2001 los 1.500 millones de $USA. Con el nuevo producto, la multinacional había superado los criterios de definición de un “blockbuster”, un fármaco con un volumen de ventas superior a los 1.000 millones de dólares o euros.
Una pregunta se impuso inmediatamente en las mentes de los directivos de la corporación: ¿y si fuera posible conseguir un éxito semejante con un producto afín dedicado a las mujeres? La igualdad de géneros transcurre por ese sendero para ese grupo social. El problema residía en que, en principio, existía un criterio claro para poder diagnosticar disfunción masculina, pero en el caso de las mujeres eran mucho más difícil definir la disfuncionalidad y, sobre todo, cuantificarla y evaluarla “objetivamente”. ¿Cómo se consiguió? Esta es la historia que nos ha contado Teresa Forcades i Vila.
En 1997, antes de que Viagra irrumpiera en el mercado, tuvo lugar en Cape Cod (Nueva York) el primer encuentro de especialistas médicos dedicado a determinar el perfil clínico de la DSF. La iniciativa, la organización y financiación del encuentro corrieron a cargo de 9 compañías farmacéuticas preocupadas por la inexistencia de una definición de este supuesto trastorno. Fueron los promotores (es decir, las grandes corporaciones) quienes eligieron entre sus colaboradores las personas que podían asistir al encuentro. Su objetivo no fue ocultado: diseñar una estrategia adecuada para crear una nueva (y supuesta) patología, funcional a los intereses económicos de la industria farmacéutica.
Un año y medio más tarde, en 1998, se celebró en Boston la primera conferencia internacional para la elaboración de un consenso científico sobre la DSF. Fueron 8 esta vez las compañías farmacéuticas que financiaron el encuentro. Dieciocho -¡el 95%!- de los diecinueve autores de la nueva definición de la noción admitieron tener intereses económicos directos con estas u otras compañías del sector.
En 1999, apareció en la revista científica JAMA un artículo titulado “Disfunción sexual en EEUU: prevalencia y variables predictivas”. Se aseguraba en él que un 43% de la población femenina adulta de Estados Unidos (¡el 43%!) tenía esta “disfunción”, sufría de esta enfermedad siguiendo la definición del congreso de Boston financiado por aquellas 8 empresas farmacéuticas. Los pasos para delimitar la población enferma, señala Teresa Forcades, fueron los siguientes: se elaboró una lista de siete problemas; cada uno de ellos era suficiente para justificar el diagnóstico de disfuncionalidad si se había presentado durante dos meses o más en el último año; se pasó el cuestionario a unas 1.500 mujeres; se evaluaron de tal forma que responder afirmativamente a alguna pregunta, una sola, era suficiente para identificar positivamente la enfermedad. Se generalizó la muestra y de ahí el 43% resultante.
Uno de los items del cuestionario era la ausencia de deseo sexual. De forma tal que, independientemente de cualquier otra consideración, si una mujer había manifestado ausencia de deseo sexual durante dos o más meses, automáticamente quedaba etiquetada de disfuncional y contabilizada como tal. No importaba si esa persona estaba atrapada en una relación infernal, había sufrido una pérdida muy importante, o cualquier otra circunstancia que podamos o queramos imaginar. Nuevamente, dos de los tres autores que firmaban el artículo tenían intereses económicos con laboratorios farmacéuticos.
En octubre de ese 1999 tuvo lugar un tercer encuentro. Fue esta vez la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston la que organizó la reunión. 16 compañías farmacéuticas fueron las organizaciones financiadoras. La mitad de los asistentes admitieron (¡no bajo amenazas de ningún tipo!) tener intereses económicos directos con esas corporaciones. Del encuentro surgió el “Fórum para la Función sexual femenina”. En él se celebraron dos conferencias sobre el tema, en 2000 y 2001, ambas en Boston, con la generosa financiación de veinte compañías, cuatro más en esta ocasión, lideradas por Pfizer, the best.
Hasta aquí parece claro lo señalado por Sergio de Castro Sánchez, la corroboración es de manual, inapelable: una prueba más del “poder de control social sobre el conocimiento del que disfrutan las clases dominantes”. ¿Ya está? ¿Es el fin de la historia? ¿No hay más historia? Hay más historia, queda partido.
Dos años más tarde, en 2003, esta manipulación de saber científico en función de intereses estrictamente comerciales de privilegiados sin alma fue denunciado por un científico, por Ray Moynihan en British Medical Journal (BMJ 2005; 330: 192-194). Sólo ante el peligro, se dirá; no fue el caso, tuvo reconocimientos.
Los editores de la publicación recibieron setenta comentarios sobre el artículo de Moynihan: dos tercios de las respuestas (en torno al 66%) fueron notas de apoyo a sus observaciones críticas y confirmaron la indignación de la comunidad científica médica ante este tipo de actuaciones y presiones, reconociendo simultáneamente (y no es meramente una nota perdida en el capítulo CCIII del XX tomo de las obras incompletas) que sin la interesada y nada científica colaboración de determinados médicos la preponderancia de los intereses económicos empresariales no se hubiera conseguido en este caso. El corporativismo cegador no se ubicó en el puesto de mando de la operación ni de las reflexiones.
En diciembre de 2004, la agencia reguladora de los medicamentos en EEUU impidió que se comercializara el primer fármaco dedicado al tratamiento de la DSFemenina, el parche de testosterona de los laboratorios Proctor y Gamble. Los responsables de los estudios clínicos que intentan probar la efectividad del parche presentaron sus estudios de forma sesgada: los beneficios eran dudosos y unos más que probables efectos secundarios eran netamente peligrosos: cáncer de pecho, enfermedades cardíacas. El parche, por el contrario, se anunciaba con beneficios netos y riesgos nulos. ¡La impúdica música publicitara de siempre! Teresa Forcades i Vila concluye finalmente con admirable sensatez: “La disfunción sexual femenina (como cualquier otra enfermedad) tiene que ser estudiada en función de los intereses médicos de las mujeres afectadas y no en función de los intereses económicos de algunas de las empresas más ricas del planeta”. Otra patada crítica contra el capitalismo realmente existente.
Un apunte más, fuera de guión. Intereses científicos genuinos no subordinados a poderes económicos minoritarios; políticas informadas de salud pública; veracidad en la investigación; comportamientos científicos críticos y honestos; divulgación rigurosa del saber de las comunidades científicas; control social ciudadano de las actuaciones de las grandes corporaciones e instituciones políticas,... En estos vértices centró Manuel Sacristán (1925-1985) parte de su reflexión político-filosófica en sus últimos años. Las derrotas sufridas, la renovación y cuidado de la tradición, exigía revisar las clásicas consideraciones desarrollistas y entusiastas en torno a la ciencia, la tecnología y su positivo papel en el progreso y desarrollo las sociedades humanas [5]. No sólo entonces.
En las conclusiones de su tesis doctoral de 1959 sobre la gnoseología de Heidegger, el que ya entonces era dirigente del PSUC y del PCE, dedicó un sucinto pero deslumbrante apartado a Hebel-der Hausfreund [6]. La armonización heideggeriana de ciencia y naturaleza, de pensamiento racional y pensamiento esencial, sugería básicamente una retirada del mundo de la técnica, abandonando sus posiciones dominantes y amenazantes para situarse “al servicio en el ámbito en que el hombre llega más propiamente al Acaecer”. No tenía sabor ni finalidad racionalista la propuesta del autor de Ser y tiempo ya que era el propio pensamiento racional el que debía ser recluido en el ámbito que, supuestamente, le era connatural, el estrecho e insustancial espacio de los objetos, negándole todo derecho de ciudadanía en cualquier otro territorio: “(…) sobre esa conminación, el pensamiento racional piensa por lo menos que se funda en una limitación del ámbito de la razón y en una caricatura de la misma. En esta época de decisivas transformaciones vitales por ella promovidas la razón humana ha aprendido definitivamente que es algo más que el jugador de ajedrez a que tanto impaciente mago irracionalista o formalista querría reducirla”.
A la reflexión heideggeriana de El amigo del Hogar volvió a referirse Sacristán veinte años después, en 1979, en una conferencia impartida en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona sobre los principios básicos que debían vertebrar una política de la ciencia de orientación y finalidades socialistas a la que hemos hecho referencia. Una de sus tesis: “[…] yo también creo que eso es verdad, pero ocurre que en este final de siglo estamos finalmente percibiendo que lo peligroso, lo inquietante, lo problemático de la ciencia es precisamente su bondad epistemológica. Dicho retorciendo la frase de Ortega: lo malo de la Física es que sea buena, en cierto sentido un poco provocador que uso ahora. Lo que hace problemático lo que hacen hoy los físicos es la calidad epistemológica de lo que hacen. Si los físicos atómicos se hubieran equivocado todos, si fueran unos ideólogos pervertidos que no supieran pensar bien, no tendríamos hoy la preocupación que tenemos con la energía nuclear. Si los genetistas hubieran estado dando palos de ciego, si hubieran estado obnubilados por prejuicios ideológicos, no estarían haciendo hoy las barbaridades de la ingeniería genética. Y así sucesivamente”.
Esto hacía que, en su opinión, el planteamiento epistemológico estricto, la consideración sobre ciencia e ideología, “sobre si los científicos son ideólogos o hacen ciencia pura o no, aún siendo, como reconozco, una cuestión filosófica eterna, por usar adjetivos fuertes kantianos”, le parecía de importancia secundaria ya en aquellos momentos frente a la importancia de los problemas implicados en lo que llamó la “metaciencia ontológica”. Este es el punto, éste sigue siendo el punto.
Me permito finaliza con una reflexión de Sacristán, también de esa conferencia de 1979, directamente relacionada con el asunto discutido: “Sin embargo, incluso cuando más afortunado puede ser poética, retóricamente, un dicho heideggeriano o, en general, de crítica romántica a la ciencia, tiene sus peligros, porque suele ser bueno de intención, por así decirlo, y malo de concepto. Por ejemplo, aunque sea una cosa desagradable de decir, vale la pena precisar que tal como se presenta en la vida real hoy el problema de las ciencias, este marco ontológico de su peligrosidad no consiste en que desprecien a la naturaleza, en que practiquen agresión a una naturaleza que sería buena en sí misma. No, la realidad es que su peligrosidad estriba en que significan una nueva agresión a la especie, potenciando la agresión que la naturaleza ha ejercido siempre contra la especie. Quiero decir que un neutrón no es un ser cultural; un neutrón es un ente natural, por ejemplo, y así en muchas otras cosas”.
Se hacía cómodo, proseguía el traductor de Marcuse y Adorno, el trabajo de los defensores de los intereses de las grandes compañías eléctricas cuando se les contraponía un pensamiento ecológico romántico-paradisíaco. Tan erróneo era el romanticismo rosa como el negro. “La naturaleza no es el paraíso. Seguramente es una madre pero una madre bastante sádica, todo hay que decirlo, como es conocimiento arcaico de la especie. Eso no quita, naturalmente, que para el hombre ella es, como es obvio, esto es perogrullada de lo más trivial, necesidad ineludible y para el hombre urbano, para el hombre civilizado, además, necesidad cultural”. Había que mirar con los dos ojos cuál era la relación erótica, de amor, que tenían a la naturaleza los que la tenían. “Yo creo que hay que mirarla con los dos ojos y darse cuenta de que es conceptualmente floja si la ves sólo como paradisíaca y rosada. La relación es mucho más profundamente religiosa, y hay que decirlo así aunque se sea ateo, porque es religiosa en el sentido de que está mezclando siempre el atractivo erótico con el terror, la atracción con lo tremendo. Eso cualquiera que sea alpinista me parece que estará de acuerdo sin mayor discusión. Los que no lo sean pueden aceptarlo como, por lo menos, experiencia de una parte de la humanidad; a saber, los alpinistas; y los marinos, probablemente, también”.
Esos dos ojos también debe ser utilizados al mirar y analizar la relación ciencia e ideología, o ciencia, ideología y sociedad como se decía algunas décadas atrás.
Notas:
[1] Janet Browne, La historia de El origen de las especies de Charles Darwin, Debate, Madrid, 2007 (traducción de Ricardo García Pérez), pp. 116-117.
[2] Ibidem.
[3] Hay aquí probablemente además alguna herencia por “caracteres y cosmovisión adquiridos”. El último soberano de la dinastía Rockefeller ha afirmado ante las Naciones Unidas -¡las Naciones Unidas!-, imagínense lo que dirá a puerta cerrada y en la intimidad, que “la sanidad pública ha generado el problema de la superpoblación” (tomado de Paco Arnau, “El Imperio quema su última nave”. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=132016)
[4] Tomo los datos e informaciones de Forcades i Villa 2006: 5-8. Debo a Carlos Fernández Liria y Clara Serrano García (2009) noticias de este magnífico trabajo de la científica catalana.
[5] Una de sus aportaciones puede verse en Manuel Sacristán, Seis conferencias, El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 55-82. Hay mucho material inédito en Reserva de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, fondo Sacristán.
[6] Manuel Sacristán, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Crítica, Barcelona, 1996, pp. 228-231 (edición de Francisco Fernández Buey)
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Consideraciones sobre Darwin, el darwinismo, la izquierda y asuntos afines (IV). En respuesta a Sergio de Castro Sánchez.
Una de las dos citas con la que SCG abre su respuesta: “En cualquier época, las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes; [...] Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideológica de las condiciones materiales dominantes, que han tomado la forma de ideas; no son otra cosa que la expresión de las condiciones que justamente transforman a esta clase en dominante, por lo tanto, las ideas de su dominación. [...] No queda entonces ninguna duda: las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes y no tienen ningún poder independiente del de esta clase”. Karl Marx, La ideología alemana, un texto de juventud al que los propios autores no ubicaron en un lugar muy destacado de su obra. Los roedores y su acerada crítica darían cuenta de él con el transcurso del tiempo. Eso sí, había sido muy útil para aclarar sus propias ideas.
Sea como fuere, suponiendo que el paso seleccionado -como cualquier otro texto o fragmento de autores cuyo pensamiento nunca se caracterizó por su asentamiento definitivo- no exija matices, ampliaciones, correcciones, revisiones o enmiendas a la totalidad, cabe señalar en torno a él:
1. Que las ideas dominantes sean ideas (nociones, categorías, teorías, visiones, costumbres, hipótesis, “cuentos” generadores de consenso) de la clase dominante no significa que no existan otras ideas no-dominantes que ejerzan un papel destacado socialmente aunque no sea éste dominante ni hegemónico (efectos, si se quiere, de la luchas clases en el ámbito de la teoría; también aquí hay conflicto, no rige la supuesta paz de los cementerios).
2. Que esas ideas dominantes sean las de la clase dominante tampoco implica que todas las ideas de las clases dominantes tengan mando en plaza ni incluso que algunas de esas ideas puedan ser importadas o aceptadas, son matices, cambios o nuevas interpretaciones si fuera preciso, por clases subalternas que puedan llegar a tener un papel hegemónico en otras situaciones.
3. ¿Los conceptos, hipótesis, conjeturas, procedimientos y teorías del conocimiento científico, formal, social, natural, socionatural, formarían parte, sin más cuidados, de las ideas que dominan entre las clases dominantes? Parece obvio que no siempre. Sectores de las clases dominantes no recibieron de buen agrado la teoría de Darwin en su momento o, por poner otro ejemplo conocido, la física de Galileo o incluso la teoría de la relatividad einsteiniana no siempre fueron leídas con gritos de júbilo.
4. La forma en que esas ideas dominantes son expresión ideológica “de las condiciones materiales dominantes” que han tomado “forma de ideas” no parece un tema sin necesidad de desarrollo. ¿En todos los casos?, ¿sin excepción? Si fuera el caso, asunto nada trivial, es obvio que hay aquí mucha cera que cortar y mucho trabajo de investigación que realizar. Dicho así, la comida no tiene apenas bebida. Es costosa de tragar.
5. Incluso más, si esas ideas fueron la expresión “de las condiciones que justamente transforman esa clase en dominante”, las ideas de su dominación, tal situación, la génesis social de su posibilidad, no implicaría inexorablemente que fueran ideas o nociones sin interés, o con interés tan sesgado que las hicieras asignificativas gnoseológicamente, o que generaran siempre proposiciones falsas y argumentos inválidos. “La verdad es la verdad, la diga Agamenón o la diga el porquero”, escribía don Antonio Machado en la obertura de su Juan de Mairena. El porquero, razonablemente, a eso le hemos llamado siempre “instinto o sabiduría inmediata de clase” y es asunto crucial, sospechó de la neutralidad epistémica de la aseveración pero, obviamente, el no-convencimiento no es equivalente a rechazo ni a abono de la tesis contraria.
6. La inexistencia de dudas, de las que habla el paso seleccionado, parece un desliz retórico de los clásicos o un pecadillo de juventud: el viejo Marx recordó en alguna ocasión una de sus lemas preferidos, uno que tiene su fuente en el “empirista” Bacon: es bueno, es conveniente si se prefiere, dudar de todo (que no de todos).
7. Leído literalmente, del paso final del fragmento –“las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes y no tienen ningún poder independiente de esa clase”-, se colegiría que el conocimiento positivo o formal, cuanto menos algunos de sus desarrollos o apartados, no formarían parte de las ideas dominantes, ejercieran o no un papel socialmente dominante. La geometría de Euclides, la “filosofía natural” de Newton, para poner dos ejemplos entre mil, sí tuvieron y siguen teniendo un valor independiente de las coordenadas clasistas y del sistema social esclavista en el que, por ejemplo, se generó la primera, una de las mayores aportaciones teóricas de la historia de la humanidad. En honor del espíritu humano, le gustaba decir al gran matemático francés Jean Alexandre Eugène Dieudonné.
SCS recuerda que la concepción de la ciencia “como superestructrua ideológica, es decir, como ámbito condicionado de manera profunda por la estructura económica de cada momento histórico, será desarrollada de manera prolija por la Escuela de Frankfurt”. Entre autores de esta escuela, SCS cita a Horkheimer y Adorno (Dialéctica de la Ilustración, 1947), Marcuse (El hombre unidimensional [EHU], 1964) o Habermas (Conocimiento e interés, Ciencia y técnica como ideología, 1968). Finaliza el apartado con una cita de Marcuse de EHU, recogida por Jürgen Habermas en el segundo de los libros citados: "[…] el método científico, que conducía a una dominación cada vez más eficiente de la naturaleza, proporcionó después también tanto los conceptos puros como los instrumentos para una dominación cada vez más efectiva del hombre sobre el hombre a través de la dominación de la naturaleza... Hoy la dominación se perpetúa y amplía no sólo por medio de la tecnología, sino como tecnología; y ésta proporciona la gran legitimación a un poder político expansivo que engulle todos los ámbitos de la cultura".
No hay que menospreciar desde luego el papel cultural que ejerce la tecnología en las sociedades capitalistas. Parte del consenso conseguido la tiene como responsable. Así, el papel de los objetos de tener y consumir como adormideras sociales para quienes pueden tenerlos, abonando pulsiones infantiles compulsivas, social e interesadamente cultivadas, de posesión de objetos; o la vieja canción, repetidas mil veces y falsada novecientas noventa y cinco, de que la tecnología, como Deus ex machina, todo –“todo” es todo- lo puede resolver. La hecatombe nuclear de Fukushima, una vez más, nos enseña la falsedad del slogan y el carácter fáustico de la cosmovisión que le subyace (de lo que se infiere ni debe inferirse ninguna tecnofobia: la bicicleta también es un producto técnico como lo son las sillas de ruedas de nuestros mayores o nuestros ordenadores).
Ahora bien, sostener que el método científico esté ligado forzosamente a la generación de conceptos “puros”, convertidos en instrumentos de una dominación crecientemente efectiva “del hombre sobre el hombre a través de la dominación de la naturaleza”, hace un gran favor a las relaciones sociales de producción capitalistas y a sus principales beneficiados que, mirado el asunto así, se sitúan en la lejanía del escenario principal de la obra. ¿El concepto puro de “cardinalidad transfinita” acelera la dominación del hombre sobre el hombre? ¿El “concepto puro” de quark o de fotón anda por el mismo sendero? ¿La noción de “huella ecológica” toca la misma melodía dominadora? ¿El método científico proporciona, sin más, como si fuera un algoritmo práctico, conceptos puros e instrumentos para la dominación? ¿Qué instrumentos son esos que han sido generados por el método científico? Por lo demás, ¿toda tecnología proporciona “la gran legitimación a un poder político expansivo que engulle todos los ámbitos de la cultura”? La tecnología asociada al movimiento del software libre, por ejemplo, ¿encaja también en esa gran legitimación?
No es el punto pero, en mi opinión, los grandes autores de la escuela de Frankfurt, los que fueron más leídos hace años, sin pretender quitar un ápice de valor a sus desarrollos en numerosos ámbitos, no siempre anduvieron muy finos en asuntos de filosofía de la ciencia. No fue lo suyo. A veces la brocha gorda, sospechas de interés extendidas sin matices y un desconocimiento del campo de análisis fueron características de la escuela o de muchos de sus miembros.
SCS señala también con razón “El número de citas de autores de corte marxista que entienden a la ciencia como instrumento de dominación a merced de las clases dominantes sería interminable”. Si se me permite el sarcasmo: así nos ha ido. La tradición, ciertamente, ha generando –aunque no siempre desde luego- una epistemología y una sociología de la ciencia que exige y exigía a gritos matices documentados o enmiendas a la totalidad. Y lo que es peor. Con tragedias en la cuneta. Baste pensar en Lysenko y en Nikolai Vavilov, quien por cierto llegar a ser miembro del Soviet Supremo de la URSS y ganador del Premio Lenin, o en la prohibición o persecución de la lógica formal durante el estalinismo por partir de postulados o principios opuestos a las grandes leyes de la dialéctica.
Creo que por detrás de algunas consideraciones y críticas de SCS está el viejo y esencial problema de las relaciones entre ciencia y clases sociales. ¿El psicoanálisis es una ciencia o una teoría con ropajes científicos de la burguesía “decadente” vienesa de finales del XIX y principios del XX? ¿La geometría euclidiana tiene el lastre de haber surgido en una sociedad esclavista? ¿La teoría de Darwin ha sufrido el sesgo, y por tanto la condena poliética y epistémica, de haber sido formulada por un individuo de alta clase inglesa y de ser apoyada con entusiasmo por miembros reaccionarios de esa clase y magnates y capitalistas sin escrúpulos de toda ralea y condición y durante largo tiempo? ¿La teoría de la relatividad general es un conocimiento no proletario, antisocialista? ¿Lysenko defendió, con alguna inexactitud marginal, una biología proletaria-comunista consistente con las ideas que dominaban entre las nuevas clases dominantes? ¿Vavilov fue encarcelado justamente por ser un defensor de la genética, una "pseudociencia burguesa"?
No seré capaz de decir, con mis propias y únicas fuerzas, nada nuevo de interés sobre este asunto. Tomaré pie en Sacristán, en materiales inéditos, en la que, finalmente y para no agotar la paciencia del lector, será la última de mis contribuciones.
Notas:
[1] Una aproximación de Sacristán, una nota a pie de página de su traducción de Socialismo y filosofía de Labriola: “Die deutsche Ideologie (La ideología alemana) extenso manuscrito principalmente dedicado a la crítica de la interpretación ideológica de la historia y, en particular, a la crítica de la filosofía alemana. Marx y Engels no terminaron la obra. Interrumpieron el trabajo el mismo año en que lo empezaron (1845) y abandonaron el manuscrito, según palabras de Marx, “a la roedora crítica de los ratones, muy gustosamente porque habíamos alcanzado nuestro objetivo principal, entendernos a nosotros mismos”. El texto no se publicó íntegramente hasta 1932 en la Marx-Engels Gesamtausgabe que dirigió Riazanov”.
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Salvador López Arnal
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* Profesor-tutor de Matemáticas en la UNED y enseñante de informática de ciclos formativos en el IES Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona). Colabora normalmente en la revista "El Viejo Topo" y es coguionista y coeditor, junto con Joan Benach y Xavier Juncosa, de "Integral Sacristán" (El Viejo Topo, Barcelona, en prensa).
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