Soledad Perera / Artículo de opinión.- Al pueblo lo ha domesticado el entramado judicial y administrativo de los gobiernos actuales. Los filtros y controles que utilizan impiden la comunicación del pueblo con el poder, al mismo tiempo que imposibilitan que la voz democrática se ponga en contacto con el tejido gubernamental.
Estos mecanismos que no permiten que haya porosidad ni se produzca una ósmosis ni comunicación, hacen que el poder sea un objetivo inaccesible para la intervención ciudadana, recurriendo el llamado “pueblo soberano” a intercambiar, como única alternativa, experiencias y quejas en los foros de Internet, vaciando y volcando su impotencia en un contenedor virtual que une a las personas y sus circunstancias, ante un bloqueo tremendo que aniquila toda esperanza de ser escuchado.
El sistema se ha encallecido en este aspecto y en muchos otros. El poder parece ser ciego, sordo y mudo. Casos desgarradores, con seres humanos tras ellos, desesperados, que luchan por sus derechos, topan con intermediarios, secretarios, asesores, en definitiva, fortalezas adiestradas que, como murallas, se anteponen a que las peticiones del pueblo sean debidamente atendidas. El silencio administrativo reina hasta límites inimaginables en este mundo que parece indiferente ante el clamor de cientos y miles de personas, que vienen a engordar una lista anónima sellada por el desprecio de la indiferencia. Las consignas suenan a cantos de sirenas: “no se pueden atender todos los temas (por muy sangrantes que sean), estamos en ello, no tenemos citas disponibles, el caso está judicializado, ya le llamaremos”, o no saben o no contestan. Respuestas que chocan frontalmente con la clara voluntad de abarcar todos los temas sociales, educativos, sanitarios, económicos, etc., que se plantean en épocas electorales.
Los derechos de los niños y de las niñas, de los más vulnerables, la educación, las listas de espera en el área sanitaria, la falta de personal en urgencias, las consecuencias de la crisis económica…Son como pocas importantes muestras del déficit de la calidad del sistema donde los personas directamente afectadas vuelcan sus vivencias, en un primer momento, en un triste libro de reclamaciones, en una demanda judicial que desfallece con ellos en el tiempo o en las lamentables experiencias plasmadas en una carta al director de un medio de comunicación que nos produce a muchos ciudadanos una profunda indignación pero que pasa por los responsables de las instituciones como un día más del calendario. Ni las concentraciones pacíficas, ni las manifestaciones reivindicativas, ni la recogida masiva de firmas, obtienen generalmente respuesta, al menos mínimamente eficaz.
Decía Rousseau que la libertad es el estado natural del ser humano y que es en la mayoría de los ciudadanos donde radica el poder popular en una democracia. Conceptos que perviven desde la Edad Antigua y que, paulatinamente, han ido decayendo hasta erguirse en nuestros días como una simple y engañosa montaña de arena que se desmorona ante el más pequeño obstáculo. Da la impresión que sólo los poderosos que tienen a su alcance medios suficientes para remontar los escalones burocráticos, logran salvar y poner a buen recaudo su objetivo.
El pueblo llano se tambalea entre el miedo, la impotencia, la soledad y la desesperación del más profundo de los silencios. Ya ni siquiera reacciona, ha perdido fuerzas, está agotado. Sus miembros no se sienten individuos dentro de una colectividad que cuenta, en una sociedad carente de confianza pero que conserva aún, a pesar de todo, en la mayoría de los casos, sus valores intactos.
27 de abril de 2011
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