Navidad / Sur y Sur.- Alberto Maldonado S*. Lo recuerdo muy bien. Éramos cuatro hermanos; dos mujeres y dos varones. Vivíamos a cargo del abuelo, un viejito cascarrabias a quien nunca jamás vi sonreír. Tampoco golpear nadie. Nuestra madre no tenía otra función que la de atender a sus hijas, hijos. Había sido criada para ello; y a ello se dedicó toda su vida. Dada la dependencia del viejo abuelo, mi madre no tenía para lujos; a veces, ni para lo más indispensable.
Peor para regalos caros que en esos tiempos estaban reservados para muy pocas familias pudientes, amén de que el propio mercado de esos tiempos ofrecía mercadería de fino acabado, pero muy limitadamente. Apenas si para cada inicio de clases (octubre de cada año) había para un par de calzones de dril, uno o dos pares de zapatos, un par de camisas, una o dos chompitas, unos pocos calzoncillos y camisetas, unas cuantas medias que, cuando se rompían, había que zurcirlas para que duren. Igual que los pantalones.
Y cuando llegaba la Navidad, la costumbre era regalar alguna cosa, pero solamente a los niños y adolescentes. Ni siquiera en la creatividad comercial, se pensaba en esos grandes centros comerciales que hoy en día, desde meses antes, comienzan a promover uno y mil adornos luminosos, solo para decorar el “árbol” de la navidad.
En los días previos al 24 de diciembre (la fecha señalada por la Iglesia como aniversario del nacimiento del “Niño Dios”) en las casas se ensayaban los llamados pesebres: la figura de un niño junto a la figura de una virgen rodeados los dos de pajillas, de pencos y de animales domésticos (un buey, un burro, un perro, un loro) y de pobreza extrema. Por allá, a lo lejos, venían los reyes magos, esos que según las “sagradas escrituras” se guiaron por las estrellas y llegaron con presentes (regalos) a adorar al nuevo rey del mundo, al niño dios, que había nacido en un pobre pesebre de Belén
Recuerdo muy claramente que a las dos hermanas mayores, que ya pintaban jovencitas, la mamá se las arreglaba para que reciban unas lindas muñequitas de algodón y tela, hechas a mano; y unos vestidos nuevos de falda ancha. Y a los dos varones, máximo una pelota de trapo, para que la gastemos, pateándola con los nuevos zapatos blindados que nos compraban.
Pero nadie pensaba en regalos; menos en regalos caros, porque simple y llanamente no ofrecía el mercado de esos tiempos. Además, no era la costumbre. A nadie se le ocurría regalar a “todo el mundo” sus navidades; y nosotros nos contentábamos con unas bolsitas pequeñas de caramelos y con la misa del gallo.
La misa del gallo era espectacular. Había un ambiente de fiesta en la iglesia del pueblo que se adornaba con velas encendidas, flores y picadillo. El cura y sus acólitos vestían de colores chillones y el maestro de capilla, que era un aprendiz del piano y del órgano, ensayaba villancicos alegres, que todos cantábamos. Y en el pesebre que hacían en la parte posterior de la iglesia, como una tentación, fulguraban unos lindos y chillones juguetes de barro de la Victoria, una parroquia cercana al pueblo, que mantenía viva y activa la herencia que habían recibido de sus mayores: la alfarería. Ellos hacían unos lindos gallos rojos, unos burros celestes, unas vacas azules. Y unos tiestos brillantes.
Después de la misa del gallo, el párroco invitaba a una especie de café-cena pero solo a unos cuantos niños del pueblo. Yo siempre estaba en esa comilona ya que el cura Cadena era mi padrino de bautizo. A la final del café (porque eso era al fin el agasajo) el párroco regalaba a sus hijos “predilectos” un rosario hecho de mullos baratos y encadenados con una piola muy delgada, más galletas y caramelos. Y nada más.
En el pueblo no se hablaba de otra cosa que de la Navidad y del “niño dios” Una semana después vendría el año nuevo; pero, esa era otra fiesta —de los mayores—. Y los mayores hacían de la Navidad y el año nuevo una sola farra. A veces, o mejor dicho con frecuencia, no eran sino pretextos para dedicarse al aguardiente ya que el whisky (peor el cognac) era inexistente; y por lo caro, muy pocos se daban el lujo de comprarlos y de beberlos. Y muy pocos (mejor dicho nadie) tenían la costumbre de beber vino, que por esos tiempos circulaba el Torino, un vino de origen italiano pero que los chilenos vendían a buen precio.
La navidad era una fiesta de niños y niñas. Con qué reverencia se observaba o se tocaba al “niño dios” En Pujilí sacaban la imagen del Niño de Isinche un niño milagroso que era capaz de reunir en manifestación pública a muchos fieles: hombres, mujeres, ancianos, jóvenes, adolescentes y niños y niñas. Decían que era muy milagroso, que curaba a los enfermos, que hacía andar a los patojos, que los ciegos veían. Se llamaba el Niño de Isinche porque era de propiedad de los dueños de una gran hacienda agropecuaria, sita en el sector que llevaba ese nombre y que permitían, cada semana, una misa de cuerpo presente a cargo del “coadjutor” de Pujilí.
En los grandes acontecimientos, permitían que vaya a Pujilí, a Saquisilí, a Angamarca, en peregrinación y acompañado de “disfrazados” y de un grupo de mujeres que iban cantando villancicos de pueblo. Y todas las limosnas (billetes, monedas, a veces joyas) que la gente ponía en la capa del Niño, eran para el propietario de Isinche que en esos tiempos estaba en manos de los señores Calero, unos terratenientes de Latacunga que administraban la hacienda por turno y que daban toros de pueblo, una vez al año, precisamente con motivo de la navidad.
Lo del Niño de Isinche no era sino la aplicación práctica de lo que nos dejaron los españoles, en materia de religiosidad. Pero, en los ambientes populares (del pueblo), había un gran respeto por la navidad y el niño dios. Nadie pensaba en otra cosa que en el pasaje bíblico que los curas y los beatos y beatas del pueblo, repetían una y otra vez, como si hubiesen sido testigos presenciales de tal acontecimiento. Y a él, y solo a él, estaban dedicados todos los recuerdos y las apelaciones.
Los tiempos pasan, es verdad; y también es verdad que los tiempos cambian. Sesenta y tantos años después de aquella época, se sigue celebrando la navidad pero sin el “niño Jesús” como actor principal del auto popular. Mas bien dicho, los curas en las iglesias siguen recitando el pasaje bíblico y en algunas familias se mantiene a medias la tradición de la “novena del niño”: una figura de un niño rozagante que visita casa por casa, los nueve días anteriores al 24 de diciembre; y la familia se reúne a rezar unida y a agasajar a los niños y niñas. Hasta unos cuantos vivos se han inventado la figura del “divino niño” que determinados feligreses los tienen bajo su custodia y para su explotación.
Medio siglo después, ya el “niño dios” ha sido olvidado por las multitudes de creyentes. En los grandes “malls” (centros comerciales) solo vemos figuras y escuchamos una música que nos invita a comprar. En la práctica, se ha establecido, sin ley, la obligación de dar regalos por lo menos a la gente allegada. El agradito de antaño ha quedado relegado a un presente que, si es más o menos costoso, representa el grado de cariño y de significación que tiene, para el regalante, el regalado.
El cambio se ha producido, sin que nos demos cuenta; mejor dicho, poco a poco, nos fuimos familiarizándonos con un viejito regalón, de luenga barba blanca y un sonoro ¡jo, jo, jo! El viejito de rojo y gorra de niño viaja en trineo por unos paisajes blanquecinos llenos de pinos y cubiertos de nieve. El viejito primero llamose Santa Claus (a veces lo escribían con K) y después pasó a ser Papá Noel. Y con él nos hemos quedado a pesar de que por nuestros países no se ve nieve sino en las cumbres andinas, nunca cae esa nieve blanquesina sino —de vez en cuando— unos granizos que más parecen pedradas; y nuestros montubios usan botas de caucho sintético para poder caminar por esos caminos llenos de fango.
Según la versión anglosajona (que fue la que terminó de imponerse en nuestros países) el Papa Noel era un viejito bondadoso que cargaba regalos al por mayor, pero solo para los niños buenos. Esta perspectiva hizo que dejáramos de poner en la ventana, en la noche del 24 al 25 de diciembre de cada año, los viejos zapatos, a ver si el Papá Noel se animaba a dejar algún regalito menor. La costumbre se interrumpió porque en lugar de que al siguiente día encontráramos el regalito, resultó que a unos primos entusiastas, lo que les pasó fue que “algún curioso” se llevó los viejos zapatos.
En estos tiempos Papa Noel (o el viejo Claus) han quedado para promocionar ventas. Los grandes almacenes, los centros comerciales, la televisión y lo que queda de la prensa impresa, se sirven de la vestimenta y el gorro del Santa Claus (con los colores de la Coca-Cola) para promocionar ventas. "¡Compre, compre, compre!" nos dicen y nos repiten. Y a las pobres empleadas de mostrador y a las que cobran, a las que pagan un ridículo sueldo por su fastidioso y agotante trabajo, también les ponen el gorrito de Santa Klaus y a vender se ha dicho. Es decir, el Papá Noel, que al parecer era machista, como tantos personajes del medioevo, ha permitido que las damas también puedan serlo.
Hace años, a un estudioso venezolano (mucho antes de Chávez) se le ocurrió investigar sobre quiénes eran los beneficiarios de las fechas conmemorativas, de los días de … en especial del día de la madre, ya que hoy en día tenemos que la ONU ha servido para establecer un día al año para cualquier celebración (justa e injusta) y no sé si se ha establecido ya el día del terrorista o el día del preso común. Pero recuerdo que la investigación versó sobre el sesquicentenario (los 150 años) de la declaración de independencia de la corona española, en lo que hoy se llaman los países andinos.
Como no podía ser de otra manera, el estudio reveló algo que ya todos sabíamos: que los grandes beneficiarios (a veces los únicos) de estas fechas cívicas eran los comerciantes; comerciantes de todo: desde artículos necesarios o indispensables, pasando por los de moda o los que simple y llanamente ofrecían esperanzas o que terminaban en decepciones. Pero ofrecían algo. Medio siglo atrás, todavía había cierta honestidad en el ofrecimiento.
Hoy día, la sociedad de consumo (que es la que en definitiva maneja todas estas fechas) ofrece, ofrece y ofrece. Solo hay que darse una vueltita por los llamados centros comerciales o por las calles también llamadas comerciales o revisar la programación diaria de los canales de televisión u hojear una revista o un diario (de los que todavía se publican) y encontraremos que prácticamente ya no hay qué ver o leer porque la publicidad lo ocupa todo.
El diario El Comercio, por ejemplo, los sábados y domingos, está saturado de publicidad comercial (compre, compre, compre) y ya se han hecho habituales los llamados suplementos (anexos) en papel couché o bond de 90 gramos (que son carísimos) o pequeñas o grandes revistas que ofrecen al agredido perceptor (lector, oyente, televidente, internirante). Según algún estudio económico que leí hace años, el costo de tal publicidad (márketing, dicen que es los espanglish hablantes) equivale a un 30% del valor en que se vende el producto o el servicio.
¿Lo paga este valor el fabricante o productor? ¿quizá el comerciante mayorista o el minorista? La sociedad de consumo es tan hábil que este valor lo paga el consumidor, es decir el cliente. Solo que él no sabe que en el precio que paga por un juguete o por un carro se incluye este 30%, que hoy en día debe ser algo más ya que por estas fechas los espacios publicitarios son cada vez más caros. Y la gran prensa comercial (escrita, radial televisada) vive y sobrevive de la publicidad comercial. Muy poco de la publicidad eventual o indispensable (avisos, convocatorias, etc.) o cuando hay en el gobierno de turno un “comunicador social” que cree que solo a base de cuñas publicitarias ya puede desmentir a la gran prensa de lo mucho que hay que desmentirla, todos los días.
Este instante me acuerdo de Eduardo Galeano, ese periodista-escritor uruguayo que dice las cosas con tal lógica que es muy difícil rebatirlo. Dice Galeano que en algún momento el se cayó de la tierra porque no entiende cómo es posible que “se cambie un vehículo cada tres años (esté o no en buen estado, el anterior) o un celular, cada tres meses” Y agrega que él no comprende como hemos pasado de la época del “guarde, guarde y guarde” al del “compre y bote que ya viene el modelo nuevo “ (las citas no son textuales) porque la sociedad de consumo nos ha introducido en el “endéudese” permanente que para eso están las tarjetas de crédito.
Hoy en día, se mide al ciudadano, de acuerdo a sus capacidades de compra, de regalar y de endeudarse. De tal manera, que ya no hay pretextos para que el más pobre y desheredado de la fortuna (como dicen los diarios sipianos) no pueda regalar a sus hijos o a sus sobrinos unos lindos carritos de juguete que duran exactamente 24 horas desde que cae en manos del crío afortunado, ya que además están hechos para eso; para que vivan el más corto tiempo posible.
Por eso dice Galeano que “ha descubierto” que los causantes de tan breve vida son los propios fabricantes. Y los comerciantes, desde luego, están felices con esa táctica ya que de manera alguna es conveniente que un juguete o alguna sorpresa, se queden sin vender, para el siguiente año.
Y vaya que las tarjetas de crédito han reemplazado, en la práctica, al dinero en efectivo. Solo que hay que pagar, meses o semanas después, pero hay que pagarlas. Y en nuestra América mestiza vaya que la publicidad, especialmente navideña, le da solución para todo. Y las tarjetas “por si acaso” se han reservado “el derecho” a cobrar los intereses que antes lo hacían los “chulqueros” y de métodos de cobro que ni siquiera los chulqueros los utilizaban.
¿Cuántos vehículos nuevos se venden anualmente en el Ecuador? No hay que olvidar que este es un país que aún anda en el tercer mundo, que no pasa de los trece millones de habitantes y que “población económicamente activa” no pasa de un 35%. Pero los comerciantes de automotores están felices porque a pesar del país en que viven y de la crisis económica mundial (que no ha dejado de afectarnos) hoy venden un promedio de 120 mil carros al año. Por eso es que ciudades como Quito, Guayaquil, Cuenca, Manta, Machala, ya no se puede andar a pie porque los carros ocupan hasta las veredas y en carro tampoco porque los atascones son tan brutales que en algunos sitios uno avanza más rápido a pie que en carro.
¿Y quién diablos, en semejante y bulliciosa feria, va a acordarse del “niño Jesús”? Dirán los pragmáticos que eso era bueno para los niñas y niñas de hace medio siglo, ya que ellos no tuvieron sino “ese entretenimiento” Que no gozaron (no gozamos) de adelantos como la televisión, la radio y, sobre todo, el internet.
¿Qué podría significar el “niño dios” para un niño, niña, de estos tiempos? Un retroceso porque esa figura religiosa estaría en contra de la sociedad de consumo, comenzando porque ese niño nació en un pesebre, sin celular, en medio de vacas y perros y sin un juguete que dañar. Y, lo peor, con unos padres que no tenían siquiera una tarjeta de crédito para comprar algo, aunque sea el “fío”.
Vuelvo a preguntar: ¿En dónde dejaron al Niño Jesús?
* Periodista.
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