Socialdemocracia / Tlaxcala.- Conocida es la obsesión de José Luis Rodríguez Zapatero por el componente comunicativo y visual de la política. Lo hemos podido observar hace unas semanas atrayendo a Mohammed VI al centro de una fotografía, –mientras le espetaba que eso, aparecer juntos ante el objetivo, era “lo más importante”–, y reprendiendo unos días después a sus nuevos ministros en la puerta de su palacio por no dar una imagen adecuada mientras posaban para otra instantánea, a la consigna de “esto también es comunicación”.
Sabe de imagen y de gestos Zapatero. De hecho, su carrera como líder socialista se erigió sobre la estrategia de confundirse con su propia marca de fábrica, ZP. Luego vino su triunfo contra pronóstico en las trágicas circunstancias que todos recordamos, y que sirvió como ungüento y catarsis para la maltrecha moral del país. Pero, claro, lo hizo con un programa reivindicativo pensado para continuar en la oposición, como le auguraban todas las encuestas, no para gobernar. De ahí que lo primero que tuviera que hacer, ante los jóvenes simpatizantes que se habían movilizado en tiempo récord para propiciar su triunfo, fuera comprometerse a no decepcionarlos –en alusión clara al gran decepcionador triunfante de la política española durante década y media, Felipe González. Y, de este modo, acometió una avalancha de cumplimientos programáticos que durante bastante tiempo consiguieron ocultar sus vacíos ideológicos: la vuelta de las tropas de Iraq, el matrimonio homosexual, la ley del aborto, una inteligente gestión de la elaboración del Estatut de Catalunya que evitó –quieran reconocerlo en Madrid o no– una inminente deriva guerracivilista, etc. Todo ello hubiera tenido un sentido en el contexto de un proyecto emancipador, pero ha acabado diluyéndose como una constelación de gestos aislados que se antojan puro márketing a los progresistas de corazón y, a la oposición, puntas de iceberg de una peligrosa trama oculta.
De hecho, para la izquierda el único programa posible ha sido siempre el desmontaje del capitalismo y, en cambio, lo que hizo ZP durante su primera legislatura fue gestionar su falso triunfo mientras implementaba de cara a la galería un cierto izquierdismo de marca, preñado de símbolos más o menos grandilocuentes: una ley de memoria histórica, que propugnaba una especie de izquierdismo genético, ignorando el hecho de que la izquierda que nació de la resistencia al franquismo no se identifica sin más con la pervivencia del republicanismo latente. De ahí que los progresistas que lo son por convicción, esto es, por determinación racional y material, y no por familia –¿qué hubiera sido de este país, si muchos jóvenes no hubieran traicionado en la transición las ideas conservadoras de sus mayores?–, hayan mirado este neorrepublicanismo con cierta simpatía, pero sin dejar de parecerles vacío –o al menos, no urgente– si no implica una transformación social(ista, discúlpenme el paréntesis) radical, y sigan viendo el juancarlismo como una enfermedad infantil de la democracia.
También, por supuesto, han sido marca de ZP las políticas igualitarias, pero dejando claro que la única igualdad radical que interesa a la socialdemocracia es la de género, a la cual no ha dejado de dedicarle guiños, al menos hasta que la crisis –más la electoral que la económica, dicho sea de paso– le ha urgido a ir en otra dirección y dejarse de paridades numéricas. ¿Dónde queda entonces la igualdad entre clases, objetivo irrenunciable de la izquierda clásica? Pues parece ser que encerrada entre el clientelismo y la beneficencia, disfrazados bajo el epígrafe mediático de lo solidario y obviando que el dispositivo económico basilar en nuestra sociedad sigue siendo la explotación de hombres y mujeres. Sabido es que la socialdemocracia carece de política económica productiva y positiva y concibe al Estado únicamente como mediador distributivo, lo que acaba convirtiéndose en el gran lastre de la izquierda, que cede todo el patrimonio sobre el mercado a la derecha y no puede, en caso de recesión, sino aplicar medidas keynesianas –teoría obsoleta e impotente en una época globalizada, diga lo que diga don Ludolfo Paramio y origen (coartada) de algunas de las decisiones más locas de ZP (los 400 Euros, el plan E, el cheque bebé indiscriminado) –, haciendo buena la idea de que los socialdemócratas, todo lo más, son contables caritativos y que la izquierda no puede por esencia albergar jamás una política económica incoativa y productiva.
Y por ahí comienzan los horrores de Zapatero. Se le acusa de negar la crisis –aquella afirmación hortera de que España jugaba en la “champions league” de la economía mundial–, pero pensamos que su verdadero error fue no cuestionar jamás el capitalismo, y el endeble modelo productivo que lo sustentaba en España, cuando éste se hallaba en fase de alza, llegando a afirmar que estábamos mejor preparados que otros países para soportar los avatares de la economía global. Es decir, que negó y atacó a la derecha, pero desligándola del capitalismo como sistema. Y ya conocemos la bestialidad (en los tiempos que corren, esta palabra es prácticamente un tecnicismo comunicológico) con la que ésta le está respondiendo a través de sus tentáculos digitales y terrestres. De hecho, si desde la izquierda alguien se permitiera veleidades simétricas se le acusaría sin más de un bolchevismo trasnochado y nadie le seguiría la corriente. Pero el neoconservadurismo sabe orquestar sus ataques ideológicos –no otra cosa son los infundios de las agencias calificadoras de riesgo y de los tiburones de Wall Street, ante los que ZP, encima, hincó las rodillas implorando indulgencia–, travistiéndolos de defensa de las sacrosantas leyes naturales de la economía e imputándole como máxima acusación la falta de seriedad, con la misma pasión que se aplica la manga ancha a la corrupción y a la frivolidad cuando ésta proviene del lado contrario, político o bancario.
De todos modos, no es para extrañarse esto que le sucede a ZP. Al fin y al cabo es lo que pasa con cualquier presidente progresista en este occidente tardo-democrático en el que vivimos. A Obama sólo le ha costado un par de años hacer el periplo que ZP ha hecho en seis. Parece que, a la postre, su fracaso es su único alivio. La obligación de la izquierda no debió ser nunca ofrecer opciones de gestión política para la salvación del capitalismo, sino buscar las vías racionales, democráticas –y lo menos lesivas posible, de acuerdo– de transformarlo. Pero aquí vienen las inveteradas contradicciones de la opinión pública y su deseo de no despertar. Una inmensa mayoría –votemos cada uno lo que votemos– estamos de acuerdo en lo mal que funciona el sistema (su irracionalidad, su injusticia, en el pequeño o en el macro-nivel) y, sin embargo, lo que le exigimos a los políticos es que lo mantengan a flote. Y la solución de Obama, y de Zapatero, proviene igualmente de la razón comunicativa: atemperar al electorado hostil diciéndole que se ha captado el mensaje (de las encuestas o de las legislativas). Y vuelta a empezar.
Me imagino (por imaginar que no quede: dudo que tengan tiempo para semejantes nimiedades) a algún dirigente socialista leyendo esta columna y diciendo "¡mecachis –la mojigata interjección es por la cosa del talante–, otro que no ha comprendido bien nuestro mensaje político!" Da hasta penita decepcionarlos, pero su principal problema es que a estas alturas ya se les entiende todo. De momento, el que ha aparecido en la foto defendiendo al pueblo saharaui –y no al lado del rey que lo oprime– es González. Pero no Felipe, sino González Pons, el del PP. Pero eso, tal vez, sea materia para otro artículo.
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Gracias a: José Antonio Palao Errando
Fecha de publicación del artículo original: 17/11/2010
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