Jesús Giráldez Macía / Artículos de opinión.- Imaginen que, tras los inevitables meses de espera, por fin la cita convenida con su cardiólogo tiene lugar. Pero su cardiólogo está de baja médica así que su cardiopatía será diagnosticada y tratada por un pediatra, un traumatólogo o una siquiatra, obligados, por la Consejería de Sanidad, a cubrir eventualmente la baja de su especialista. Seguramente, y a pesar de la buena voluntad de los sustitutos, usted no se iba a quedar muy tranquilo. Porque, en su ignorancia, usted desconoce el origen de su arritmia pero de lo que está usted seguro es de que su corazón no padece estreñimiento, ni rotura ósea, ni desdoble de personalidad.
Al día siguiente usted llega puntual al juicio en el que, por fin, se va a dirimir su viejo litigio (y cuyos detalles no vienen al caso). Para su sorpresa la abogada de oficio que le había asesorado durante todo el proceso no ha podido acudir. La Consejería de Justicia, diligente, le ha enviado en su lugar a un licenciado en Ciencias del Mar. El hombre no entiende ni papa de asuntos jurídicos aunque, al verlo a usted tan perplejo (y, recuerde, con una arritmia diagnosticada por un nefrólogo) le intenta tranquilizar comentándole en voz baja que ha visto en multitud de ocasiones dos clásicos del subgénero de juicios: Matar a un ruiseñor y Doce hombres sin piedad (esta última en sus versiones cinematográfica y teatral).
De vuelta a casa, aturdido porque, en un momento de la vista, su improvisado abogado soltó un emotivo discurso sobre el complicado desove de los sargos en las mareas del Pino, su coche se para y echa humo. Llama a su seguro y, vaya por Dios, la operadora le informa que no hay grúas ni chóferes disponibles. En su lugar aparece un enorme camión con un container (se barajó la posibilidad de enviar un helicóptero para remolcarlo, pero ese día Paulino tenía que acudir a una romería en San Borondón) y cuatro fornidos portuarios, con más fuerza que maña, introducen en él a su coche, que sufre, en la maniobra, varios roces en la carrocería. Desesperado llega a su taller de confianza. El mecánico está de baja pero lo atiende un joven con bata, pulcro y amable, que intenta consolarlo asegurándole que siempre quiso ser mecánico aunque al final solo pudo estudiar dietética porque era la única opción disponible en su isla para cursar formación profesional. No obstante, le aclaró el joven dietista, su título oficial es del mismo nivel que el de mecánica y, al fin y al cabo, la temperatura del agua del coche también se puede medir en calorías.
Por fin en el hogar, busca refugio en su familia. Es la hora de la comida. Intentando olvidar sus surrealistas experiencias le pregunta a sus hijos por las clases. Antonio, que está en tercero de la ESO, le explica que lleva un mes sin el profesor de matemáticas pero que, en su lugar, ha aparecido por el aula un profesor de francés, una profesora de tecnología, otro de educación física y dos más que no logra identificar. Le informa que de matemáticas, lo que se dice clases de matemáticas, sigue sin recibirlas pero que nunca están solos y que ya casi es un especialista en hundir barquitos y en jugar a la ronda. Yasmina está en segundo de bachillerato y en el futuro quiere estudiar algo relacionado con los idiomas. Su profesora de inglés tiene un embarazo complicado y su médica (afortunadamente fue atendida por su ginecóloga) le ha prescrito descanso. Lleva veinte días de baja y tampoco la Consejería de Educación ha nombrado una persona que la sustituya. Cuando debe recibir clases de inglés aparece una profesora de física y química y, aunque la mujer le pone voluntad, su pronunciación inglesa es inversamente proporcional a su dominio de vectores, fuerzas y magnitudes eléctricas. Otras veces entra en su aula un profesor de latín que imparte clases en otra especialidad de bachillerato y que, desde el primer día, les aseguró que lo más cercano al inglés que podía explicarles eran las campañas de Julio César en su conquista de la Britania. En mayo Yasmina se examinará de la PAU. Si la cosa sigue así, en el examen de inglés pondrá la tabla periódica con números romanos, a ver si escapa.
De todo este relato -afortunadamente para el corazón de nuestro protagonista- solo la última situación es real. La crisis está sirviendo de excusa para ultimar un plan preconcebido que le coloque, por fin, la lápida a la escuela pública canaria. A los ya tradicionales maltratos institucionales infligidos a la comunidad educativa (esto es, a todos) los recortes presupuestarios de la Consejería de Educación han devenido en una explícita e innegable situación de emergencia. Recortando todo lo que consideran prescindible (proyectos de centro, agrupamientos flexibles, servicios de bibliotecas, mejoras en infraestructuras, etc), aumentando el alumnado en cada grupo, despidiendo a mansalva y convirtiéndose en una auténtica Empresa de Trabajo Temporal de tintes feudales (una persona que reside en La Palma puede ser llamada a cubrir ocho horas de clases semanales en Lanzarote), la penúltima vuelta de tuerca es esa barbaridad conocida bajo el eufemismo de Plan de Sustituciones de Corta Duración y que, en la práctica, significa que Antonio, Yasmina y todos nuestros jóvenes no reciban la formación adecuada cuando un docente se enferma al ser sustituido por varias personas que no son especialistas en la materia. De tal situación se pueden sacar diferentes conclusiones, varias preguntas y alguna reflexión.
La primera de las conclusiones es que la Consejería de Educación sigue empeñada en ganar a Malta (único territorio europeo con mayor fracaso escolar que Canarias) en el deterioro de la enseñanza pública. Y ya saben que cuando esta gente se empeña en algo por disparatado que parezca (ahí tienen a la Guanchancha o al Puerto de Granadilla) al final terminan por conseguirlo. La segunda es que este Plan implica la contratación de menos profesorado, aumentando el paro y llevando a la ruina moral y económica a cientos de personas que, en muchos casos, llevaban ejerciendo la docencia desde hace muchos años con probada solvencia. La tercera es que, para evitar las nuevas contrataciones, se está obligando al profesorado a ejercer tareas para las que no está preparado y en horarios en que debería estar realizando otras tareas para las que ha sido contratado (reuniones, tutorías, coordinaciones, etc).
Y se nos plantean, fundamentalmente, dos preguntas. ¿Permitiría usted que un siquiatra tratara su cardiopatía, que una economista lo defendiese en un juicio, que un dulcero le arreglase su coche, que un biólogo le hiciese los planos de su casa? Salvo que esté afectado de enajenación mental ningún usuario de estos servicios se prestaría a ello. Entonces, ¿por qué permitimos que a nuestros escolares les puedan dar clase de lengua un profesor de matemáticas, al día siguiente uno de educación física, al siguiente uno de griego?
Pero además, y sobre todo, se antepone una reflexión. Con toda seguridad ni los profesionales de la abogacía, ni los de la medicina, ni los conductores de grúa permitirían la sustitución de sus servicios por otros profesionales no especializados en sus disciplinas y que, además, conllevase una vulneración flagrante de sus derechos. Si este Plan se intentase aplicar a los conductores de guagua, al día siguiente las ciudades se paralizarían. En cambio, el profesorado de la enseñanza pública, de un tiempo a esta parte, asume -domesticado y sumiso- cualquier imposición que, como esta, significa una merma de sus derechos laborales y que implica una pérdida irreparable de la calidad formativa de nuestra juventud. ¿No es hora de dar un paso al frente, unánime y sin resquicios, contra la insensatez y el autoritarismo? Solo la desobediencia, la insumisión y la rebeldía nos podrá hacer dignos de una profesión vejada a conciencia por sus gestores...¿a qué esperamos?
Jesús Giráldez Macía
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