PRÓLOGO
ELOGIO DE LA DESOBEDIENCIA
El universo de las ideas ha tenido siempre grandes maestros y grandes discípulos, los primeros para enseñar y los segundos como garantes privilegiados de la transmisión de esa enseñanza a generaciones posteriores. ¿Es posible imaginar a Sócrates sin Platón en su estela o luego a Aristóteles sin el faro de luz de estos dos para iluminar sus cavilaciones y abrir nuevas vías? ¿Podría concebirse hoy el pensamiento especulativo en Occidente sin aquel trío sagrado de pensadores griegos, que establecieron las bases de la discusión racional, si el hilo conductor que los unía –un hilo imperceptible ajeno a la razón pero bien anclado en el territorio de los sentimientos– no hubiese servido de catalizador cultural? ¿Y cuál es ese hilo al que me estoy refiriendo? Tiene muchos nombres en potencia: afinidad, armonía, afecto, gratitud, pero yo prefiero llamarlo sencillamente amistad, que es ese vínculo desinteresado de los seres humanos sin el cual todo sería más plano, más triste, menos soportable.
Y si damos un gran salto conceptual hasta el siglo XIX para acercarnos al espíritu que guía este libro, el del marxismo, ¿no fue acaso ejemplar la fructífera amistad que unió a los autores de ese pequeño libro sublime que es el Manifiesto del Partido Comunista? La amistad que unió a Karl Marx y Friedrich Engels durante toda su vida –y que perduró en la devoción de Engels tras la muerte de su camarada– es la metáfora perfecta de lo que significa el comunismo y que bien podríamos resumir con ese verbo maravilloso que se llama compartir.
Este libro que hoy prologo tiene también algo de eso. Manuel Sacristán y José María Valverde dialogan aquí por medio de cartas y escritos interpuestos y, a través de ellos, no sólo queda patente la amistad que los unía (paradójicamente, a veces “hecha de silencios”, como confesó Valverde a propósito de un poema suyo titulado “Dialéctica histórica”, en el que retrataba a Sacristán sin que éste nunca lo supiera), sino también cuáles eran las bases ideológicas que la alimentaban: el marxismo como actitud vital –la praxis– y la desobediencia sin matices ante lo que consideraban injusto en la sociedad que les tocó vivir. Ambas cosas, amistad y desobediencia, se retroalimentaban sin cesar, ya que el caldo de cultivo en que se fueron desarrollando hasta que la muerte separó a los dos amigos era la ideología marxista y su causa común, el comunismo.
Sacristán y Valverde fueron dos grandes desobedientes. Vivir es ya de por sí difícil, decía Confucio, pero lo es más todavía cuando la desobediencia añade dificultades sin fin. En aquella España siniestra con ruido de sables nunca les faltaron tales dificultades. Lo cual no hizo sino engrandecerlos: un gran pensador que amaba el arte y un gran artista que amaba pensar desobedecieron los dictados de su tiempo y hoy merecen con creces este libro que glosa su amistad.
Por último, qué decir de ese otro gran desobediente que es Salvador López Arnal. Su fidelidad por la memoria de Manuel Sacristán tiene algo de conmovedor y ya casi legendario. Pero no hay nada de casual en ello y con estas palabras, rizando el rizo, vuelvo al principio de mi prólogo y adapto mi pregunta retórica a los tiempos actuales: ¿Es posible hoy imaginar a Manuel Sacristán sin la perseverancia de su discípulo Salvador López Arnal?
Manuel Talens
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