Movimiento Estudiantil / Asamblea del Movimiento Estudiantil Canario (AMEC).- En este fragmento de Alex Callinicos*, publicado en español en 2002, se resume, en esencia, buena parte del discurso de la denominada “Economía del conocimiento”**. Callinicos nos descubre las contradicciones de uno de los principales argumentos que sustentan la “tercera vía”***:
“(…) a la manera clásica de la “tercera vía”, podemos tener el pastel y comerlo –fusionar el dinamismo capitalista aplaudido por la nueva derecha con la justicia social que buscaba la vieja izquierda”.
Por otra parte, la noción de “Economía del conocimiento” justifica, ideológicamente, la Convergencia Europea [el plan Bolonia], es decir, la liberalización [privatización] de la Educación y, por extensión, la de todo el sector público. Como podemos apreciar, los teóricos de la socialdemocracia tardía han distorsionado el discurso de “lo público”, proyectando una imagen negativa de todo aquello que haga referencia al “espacio público” para propiciar el debilitamiento de los argumentos contrarios a los procesos privatizadores:
“Espera ansioso que el régimen tributario moderno se atrofie y que el acceso de los individuos a la seguridad social dependa de la elección de sus inversiones. Por lo tanto, para el sector público en general, el futuro supondrá mayores privatizaciones”.
*Alex Callinicos: http://en.wikipedia.org/wiki/Alex_Callinicos
**Economía del Conocimiento: http://es.wikipedia.org/wiki/Econom%C3%ADa_del_conocimiento
***Tercera vía: http://es.wikipedia.org/wiki/Tercera_v%C3%ADa
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Mitos de la “nueva economía”:
Las empresas que hoy tienen éxito son aquellas que pueden hacerse con una marca popular, y de manera creciente la creación de marcas depende no de la asociación con un producto en particular, sino de saber interceptar las fuentes del nuevo conocimiento generado por una sociedad cada vez más y más basada en la ciencia. Las que mejor se adaptan a esta tarea no son las gigantescas corporaciones multinacionales, sino compañías más pequeñas, más libres, casas más emprendedoras, con estructuras informales, no-burocráticas, que maximizan la creatividad y que se eslabonan en redes descentralizadas. De este modo, el nuevo “capitalismo del conocimiento” trae consigo no tanto una concentración del poder económico como una dispersión. Así, a la manera clásica de la “tercera vía”, podemos tener el pastel y comerlo –fusionar el dinamismo capitalista aplaudido por la nueva derecha con la justicia social que buscaba la vieja izquierda.
Este discurso cuenta con algunas elisiones. Éstas implican, fundamentalmente, la identificación de la creatividad y el espíritu empresarial. Entre los sermones de Leadbeater están las historias de la gente que ha sido capaz de ofrecer mejoras reales a unas clases trabajadoras debilitadas. Esas personas, sin duda admirables, se describen como “empresarios sociales” y poseen, esencialmente, las mismas habilidades que se necesitan para obtener beneficios en el mundo de los negocios. De esta forma, se da un aire humanitario a los negocios privados mientras que, al mismo tiempo, se ofrece un modelo de libre empresa como respuesta a la pobreza y a la desigualdad. Entretanto, tal y como insiste de forma implacable Leadbeater, la misma expresión “capitalismo del conocimiento” sugiere que la innovación científica es propiedad exclusiva del sector privado. El problema es que, como a veces está obligado a reconocer, esto es totalmente falso; la investigación científica que subyace al cambio tecnológico que alaba de forma tan ansiosa es, en buena parte, un producto del sector público: “Esta explosión de conocimiento científico fue posible gracias a la enorme inversión del Estado en investigación, especialmente entre las dos guerras mundiales y la guerra fría”.
Internet es un ejemplo de ello: la creación del DARDA, la agencia de investigación del Pentágono. Como dice Castells, “el iniciador de la revolución informática, tanto en América como en el resto del mundo, fue el Estado y no un empresario innovador en su garaje”. En efecto, el tipo de empresariado del conocimiento que tanto admira Leadbeater a menudo parece implicar el saqueo de la investigación fundamental realizada a cuenta del capital público para provecho de avariciosos y ambiciosos individuos privados. Y acepta esto cuando en una reveladora metáfora afirma: “Las universidades deberían ser minas a cielo abierto de la economía del conocimiento”. De este modo, el nuevo “poscapitalismo” resulta ser algo parecido a un parásito que obtiene las ideas a costa de la investigación financiada públicamente. No es extraño que Leadbeater no pueda decir nada coherente o interesante sobre una de las más serias amenazas para todo el proceso de la investigación científica: el visto bueno del gobierno de Estados Unidos y de la Unión Europea para que las empresas patenten genes. Un capitalismo tan voraz que se esfuerza por consumir no sólo el mundo sino también aquellas propiedades abstractas de la naturaleza puestas de manifiesto popr la investigación científica, a duras penas juega algún papel en su acogedor retrato del futuro.
Leadbeater no ignora por completo las desventajas. Reconoce que incluso su amado Silicon Valley “tiene una cultura cívica débil y […] es una sociedad sumamente desigual”. De hecho llega a admitir que “me doy perfecta cuenta de que la inseguridad y la desigualdad profundas y crónicas generadas por esta etapa de la globalización son el principal problema para la mayoría de la gente, y que las medidas que se proponen en este libro para tratar de resolver la creciente desigualdad no van lo suficientemente lejos”. Puede repetirlo: Leadbeater sostiene que “debemos innovar e incluir”, pero el sentido general de sus propuestas para la política pública es reforzar aún más los procesos que tanto han aumentado las diferencias sociales a lo largo de las dos últimas décadas. Espera ansioso que el régimen tributario moderno se atrofie y que el acceso de los individuos a la seguridad social dependa de la elección de sus inversiones. Por lo tanto, para el sector público en general, el futuro supondrá mayores privatizaciones. De las escuelas, por ejemplo, deberían hacerse cargo “nuevos tipos de intermediarios, democráticamente responsables, […] asociaciones creadas por las escuelas, servicios dirigidos por organizaciones benéficas y compañías privadas”, aunque Leadbeater no se molesta en explicar cómo las organizaciones benéficas o las compañías privadas podrían asumir esta responsabilidad.
Su superficial argumento muestra una asombrosa falta de sensibilidad para con las diferencias reales en el acceso de los individuos a los recursos y, por consiguiente, en las oportunidades que la vida ofrece. Considérese, por ejemplo, el siguiente párrafo: “La mayoría de nosotros nos ganamos la vida ofreciendo un servicio, un juicio, una información o un análisis tanto desde una centralita telefónica, el despacho de un abogado, un departamento de gobierno o un laboratorio científico”. Con total seguridad, en las economías avanzadas, la mayoría de nosotros producimos un servicio. Pero lo hacemos bajo condiciones radicalmente distintas. El operador de un centro de llamadas que realiza un trabajo semiautomático, mal pagado y altamente supervisado (el mismo Leadbeater describe las centralitas como las “fábricas” de la “economía de servicio moderna”) vive en un mundo diferente al de, pongamos por caso, el jefe del departamento de investigación de un banco de inversiones de Wall Street, cuya duda es si su próxima bonificación será de cuatro o de cinco millones de dólares. Sin embargo, los dos son trabajadores del sector de los servicios. La categoría no es que sea de mucha utilidad analítica porque no registra las diferencias en lo que Marx llamó las relaciones de producción –la gran disparidad entre los ingresos del operador del centro de llamadas y los del trabajador de la banca de inversiones refleja su distinta posición en la estructura del poder económico tanto en el trabajo como en el mercado laboral.
Referencia:
Callinicos, A. Contra la tercera vía. Una crítica anticapitalista. Crítica, Barcelona, 2002 pp. 44-48
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