Carmen Moreno Martín / Artículo de opinión.- “Mamadou no sabía si daba pasos o su avance por la calle se debía a los espasmos que el frío le producía por las piernas y por todo el cuerpo. Era verano cuando llegó a Europa y no le había ido, al principio, del todo mal. Encontró rápidamente trabajo y pudo enviar algo de dinero a su familia todos los meses; pero el restaurante en el que trabajaba cerró y se quedó en la calle.
Ahora, hacía dos meses que no trabajaba y el invierno se presentaba duro. No había podido comprarse ropa de abrigo y no tenía otra que la que le daban por aquí y por allá, pero el frío arreciaba y él temblaba como una hoja. Con Los papeles no le había ido también, aun no los tenía arreglados y corría el riesgo de ser deportado a su país. La comida había sido la peor de las torturas. Cuando tuvo qué comer, porque le sentaba mal todo cuanto tenía; y ahora, porque no tenía que echarse a la boca más allá del plato de sopa caliente que le daban en el comedor de indigentes... Mamadou llevaba todo el día sin tomar nada y dos semanas a dieta única de sopa. Así que no era extraño que el pobre deambulara como un robot al que se le está acabando la batería.
Entre espasmo y espasmo, temblor y temblor, traspiés y traspiés, Mamadou dio un tropezón que le hizo rodar por el suelo de tal forma que si no es porque su cabeza quedó atascada entre dos contenedores de basura, aun seguiría rodando. Y ahí quedó Mamadou, medio inconsciente, y preguntándose con que demonios había tropezado... Cuando logró recobrarse algo, se incorporó. Aturdido todavía, volvió sobre sus pies, con cuidado, para ver que había sido lo que le había hecho rodar de aquel modo. Cuando lo halló, por poco vuelve a caerse del susto que se pegó el pobre. Y es que, lo causante de tamaña caída, era una masa desvencijada e inerte de huesos y carne humana, sin apariencia alguna de aliento vital… ¡Vaya!, ¡que era un muerto!…, y tenía que ser él quien lo encontrara.
Aquel muerto, era blanco y olía mal. Probablemente llevaba muerto varios días. Había llovido y el agua se había mezclado con la tierra, con el vino y con los vómitos del infortunado ser, formando un pestilente, viscoso y repulsivo barrizal.
Mamadou se inclinó sobre el cadáver para buscar algún tipo de identificación y, también, con la esperanza de encontrar alguna moneda con la que llamar a la policía. ¡No se prodigaban mucho los guardias por esa zona! Así que, si había que esperar a que la "pasma" encontrara al muerto, la cosa podía ir para largo… No era bueno dejar a los muertos por la calle sin más. O por lo menos no era eso lo que a Mamado le habían enseñado, ni lo que su consciencia le dictaba. Él era caritativo con la vida, pero la muerte… La muerte exigía, además de caridad, respeto.
Mamadou hurgó y hurgó por todas partes, haciendo grandes esfuerzos por contenerse. Que, con lo débil que estaba, sólo le faltaba vomitar. Pero nada. Ningún rastro de documentación, ni mucho menos, de monedas, pudo hallar en ese desconocido cadáver. Después de todo, no le iba a quedar más remedio que pasarse por la comisaría. Y no estaba nada cerca… No le agradaba nada darse esa soberana caminata, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar ahí los despojos de ese pobre “lo que fuera, o quien fuera”…? ¡Menuda papeleta le había tocado al pobre Mamado! Se limpió como pudo las manos y los harapos que llevaba por ropa, pero no pudo deshacerse de ese olor repugnante que se le había quedado impregnado y que le provocaba arcada tras arcada; haciendo de tripas corazón, dirigió sus pasos al cuartelillo de la guardia civil. Una vez llegado hasta allí, informaría a los guardias sobre el cadáver y ellos ya sabrían que hacer.
Era una pena que no pudiera dar a las autoridades ninguna referencia sobre quien era el muerto… Únicamente podía decirles el lugar donde estaba… Y eso, que estaba muerto y bien muerto, y que olía a demonios...
“¿De qué habría muerto?”, pensó Mamadou mientras andaba. “Seguramente se trataba de un alcohólico indigente como él… Bueno, como él por lo de indigente, que no por lo de alcohólico; quien musulmán ferviente, como él era, se cuidaba muy mucho de probar ni tan siquiera una sola gota de alcohol. Tal vez fuera un pobre ilegal, como él, muerto de inanición…, siguió pensando el inmigrante. -“¡Vaya usted a saber!”-, dijo Mamadou para sus adentros, mientras caminaba en dirección al cuartelillo. De pronto, el pobre hombre tuvo que detener su marcha al verse violentado por un incontenible vómito; y es que el hedor de aquel infeliz deshecho humano se le había pegado, además de a las ropas, a la nariz…, y junto con el hedor, también se le había pegado a sus harapos parte de los fluidos del muerto…
Extenuado y casi al borde del desmayo, el inmigrante llegó al cuartelillo; y ahí empezó el lío, porque lo primero que ocurrió es que le pidieron los malditos papeles; esos que nunca había podido obtener, y como no los tenía –ni siquiera llevaba el pasaporte encima-, sin dejarle hablar, dieron con sus huesos a la celda, en espera del juez de instrucción; pero no sin que uno de los agentes reparara en las manchas de sangre que el desgraciado Mamado llevaba por todas partes. A los requerimientos de los guardias, Mamadou quiso explicar el objeto de su presencia en el cuartel, lo que le había llevado allí…, pero, entre que su español dejaba mucho que desear, y que ninguno de los de La benemérita entendía el francés –y mucho menos el árabe-, únicamente entendieron algo de un muerto en relación con “el sospechoso”. De no muy buenas maneras, metieron a Mamado en un furgón y, tras perderse varias veces, también por las dificultades del idioma, llegaron al lugar en el que yacía “el cuerpo del delito”, delito que no dudaron en adjudicar al desdichado Mamadou.
Con el juez de Instrucción tampoco le fue mejor al presunto delincuente, que de “ilegal” pasó –sin comérselo ni bebérselo-, a presunto homicida… o asesino.
Y mientras esperaba el juicio, paseando por el patio de la prisión como preso preventivo, y sin haberse enterado muy bien de porque le habían metido ahí, Mamadou pensaba que, al menos estaba bien alimentado, limpio y bien vestido. ¡Algo había ganado su situación!, cuanto menos dormía bajo techo… Aunque ese techo fuera el de una prisión.
De mi libro: “Cuentos para la igualdad” –Aún sin publicar-
Carmen Moreno Martín alias Hannah
22 de junio de 2010
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