Carmen Moreno Martín / Artículo de opinión.- Como todos los días, Mahdí se sentó en un banco de la plaza del pueblo a esperar la llegada de los capataces. Aún no había amanecido y helaba. “Demasiado frio para mis huesos”, pensó Mahdi, quien acostumbrado al tórrido calor de su África natal no lograba acostumbrarse a los inviernos del norte.
Mahdí hacía apenas unos meses que había abandonado el lugar que le viera nacer en busca de mejores oportunidades para él y su familia o, al menos, algo mejores de las que allí se le habían presentado hasta el momento. Era un ilegal y como tal, estaba en las manos del mejor postor sin poder expresar ninguna queja. Él, como tantos otros en sus mismas condiciones, albergaba poder reunir algún dinero para que los suyos se le unieran y pudieran disfrutar de los dones y venturas que occidente deparaba a sus habitantes; de la libertad y la tranquilidad que se respiraba en occidente y del progreso que todos los pobladores de ese mundo rico y civilizado disfrutaban. La soledad y la aridez afectiva en la que vivía, eran lo que Mahdi toleraba peor; mucho peor aun, que las inclemencias del maldito clima de ese lugar pero a pesar de su desolación y de los abusos de que era objeto, ahí seguía, firme como una roca y plenamente decidido a que sus sueños se hicieran realidad. “Traer junto a mi a la mujer, a los niños”… “Escapar de los horrores de esa guerra fraticida que le había tocado vivir”… “Gozar del bienestar, de los derechos y de las libertades de los países occidentales”… “Encontrar un trabajo que nos permita a Fatou y a mí gozar de la vida y ver como nuestros hijos crecen y se convierten en hombres libres”… “Vivir sin que nadie se meta con nosotros o quiera matarnos por pertenecer a un determinado grupo étnico”… “Todo eso -pensaba Mahdi- se hará realidad para mí algún día…” Pero lo que en realidad acuciaba con mayor urgencia a Mahdí, mientras seguía esperando en aquel banco, era llenar el estómago con algo más sólido que la comida del albergue de beneficencia. El hambre hacía que las tripas de Mahdi vociferaran con unos alaridos que podían oírse a varios metros de distancia. Pero ahí seguía el hombre aguardando la llegada de los capataces; con su corazón lleno de esperanza y su mente llene de prometedores planes. Ningún atisbo de duda hacía que Mahdi vacilara en que iba a lograr su propósito. De tarde en tarde, un coche patrulla de la policía local pasaba por ahí; entonces, la idea de ser deportado a su país de origen hacía temblar de ira y de pánico al pobre hombre. Eso acabaría con todos sus sueños, y si la guerra seguía con la misma crueldad, probablemente acabaría también con su vida. En esos momentos, Mahdi rezaba con toda su fe a su dios para que éste le hiciera invisible a los ojos de los guardias; y hasta ese momento había tenido éxito. “Señor, un poco más y los papeles de exilado estarán listos”, repetía Mahdi, con insistencia, en sus ruegos.
El sol calentaba ya los adoquines de la plaza y el destemplado cuerpo de Mahdi se deshacía, poco a poco, de la rigidez que el frío había inferido a sus desdichados huesos; pero los capataces no aparecían por ningún lado. “Lo extraño es -se dijo para sí mismo Mahdi- que tampoco veo a ninguno de los otros ilegales por aquí…” Mahdi, sentado en el banco y con las piernas extendidas y cruzadas, se sacó las manos de los bolsillos del pantalón para subirse bien el cuello de la chaqueta y ajustarse bien las solapas sobre el pecho.
Mahdi tosió convulsivamente; hacía días que lo hacía sin cesar; pero Mahdi no se atrevía a ir al médico aquel del centro de emigrantes, no fuera a ser que le descubrieran algo malo y le denegaran los papeles. La tos de Mahdi tenía mala pinta y de noche era aun más molesta, tanto, que los compañeros de dormitorio del albergue de beneficencia se habían quejado de él porque, con aquellas toses, no había quien durmiera. Decididos a poner remedio a la situación y confiados de que alguien tomaría medidas en el asunto, “estamos en un país occidental y democrático, ¿no?” -se habían dicho convencidos de que serían escuchados y atendidos debídamente-, habían acudido al encargado del albergue bastante airados y cansados de la tos de Mahdi. Menos mal que el encargado de aquel albergue trataba a todos por igual y sin ningún tipo de discriminación, es decir, a todos les hacía el mismo caso: ninguno. Aquel hombre libre y demócratico que era el encargado, se repetía con frecuencia a sí mismo que “vaya un carajo le importaban a él aquel puñado de negros y moros que venían a su pueblo a robar el pan y el trabajo de sus convecinos; eso cuando no robaban otras cosas, que, a buen seguro, eran todos unos delicuentes; una escoria, un atado de sin vergüenzas, vaya, peor que gitanos; además de violadores y pervertidos. ¡Si lo sabría él! Vaya, que por él, sino podían dormir, mejor que mejor; a ver sí se hartaban y se largaban de allí”… Y con la misma intensidad que crecía la tos de Mahdí, lo hacían también las protestas y la “mala uva” de sus compañeros de cuarto.
Cinco horas se había pasado Mahdi sentado en aquel duro banco hasta que el culo se le había quedado tan duro e insensible que no era capaz de diferenciarlo del banco. Intentó levantarse sin éxito; las piernas se le había quedado de corcho… o de piedra… Cuando por fin lo logró y tras dar unas vueltas por lo plaza, se acercó al kiosco de prensa y al hablar con el vendedor, Mahdi se entero de que era el domingo de las comuniones y por eso ese día nadie trabajaba –ya que el capataz también acudía los domingos en busca da mano de obra, y si las manos eran las de los ilegales… ¡Pues miel sobre hojuelas!, así trabajaban más horas y en cima le salían más baratos- Mahdi comprendió su error: “¡Con razón no aparecía nadie por ahí!”, Mahdi había olvidado por completo que era el domingo ese. Conteniendo la rabia que le había producido tanto su lapsus como la espera, se encaminó a la casa del único vecino del pueblo al que podía considerar como amigo. Al franquear el umbral de la vivienda, tras ser invitado a ello por su dueño, advirtió que andaban todos nerviosos y preocupados, de aquí para allá, a medio vestir y gritándose unos a otros. Mahdi, sintiéndose incomodo por tanto olvido, recordó que, además de ser el domingo de las comuniones, era el día en que también los hijos de su amigo hacían la comunión. Ni su amigo ni la mujer de este eran creyentes ni les preocupaba lo más mínimo lo de la religión… ¡Bien se reía de él su amigo cuando Mahdi rezaba!… Pero, a pesar de ello, lo de la comunión era algo incuestionable, algo así como una cuestión de honor… -O eso era al menos lo que Mahdi había logrado comprender de todo cuánto su amigo le había dicho sobre el tema: “En ese pueblo, los niños tenían que hacer la comunión para el bien de la comunidad; el que los padres fueran o no creyentes, importaba poco; allí todos eran buenos cristianos y bautizados, de manera que ¿por qué iban a ser, precisamente sus hijos los que no la hicieran?… ¡Los suyos los primeros, faltaría más! ¡No iban ellos a ser menos! Pero eso sí, muy a pesar suyo; si tenía que sacrificarse como un buen padre, pues lo hacía y ya estaba. Aquello era algo que nadie se cuestionaba; algo así como un hecho natural cuya responsabilidad era ineludi-ble”… Mahdi, con la escasa comprensión que tenía de la lengua que hablaban aquellas buenas gentes, se quedó con lo de la cuestión de honor; además, su amigo le parecía muy honorable… Entenderlo, no lo entendía del todo, pero nada dijo a Pepe, que así se llamaba el amigo, de sus dudas.
En medio del barullo de los preparativos, Pepe ofreció a Mahdi un café que este aceptó encantado; y mientras el injerir ese liquido caliente que daba algo de consuelo a sus tripas, escuchaba las quejas y sufrimientos de Pepe, de su mujer y de los hijos de ambos. Mahdi pensó que algo muy grave les debía estar ocurriendo a todos ellos para estar tan alterados y verse tan angustiados; pero por más atención que prestaba, no lograba entender lo que les pasaba.
La familia, que hacía caso omiso de la presencia de Mahdi -total éste casi no entendía nada- se expresaba del siguiente modo:
-“Pepe, no tendrás el valor de salir así a la calle ni de entrar con esas ropas en la iglesia ¿no?… ¿Qué van a decir todos?… ¡Serás –y yo de rebote- el hazme reir del pueblo entero¡… ¡Anda que no disfrutará Valentín si llega a verte con esas trazas!… No, si ya lo sé yo; si lo que quieres es matarme a disgustos…
-¡Mira mujer, déjame en paz y ocúpate de lo que te vas a poner tu!… ¡A ver si cabes en alguno de los vestidos que tienes!… ¡Que te has puesto hecha una foca!
-¿Yooo?…?… ¿Con el hambre que paso?… ¡Para que te enteres, no como nada más que cosas leight!… ¡Tu, debieras mirarte!… ¡Tienes un barrigón que parece que vas a parir de un momento a otro!
-¡Mamá! ¡A mí esta cadena que me tengo que colgar del cuello, no me gusta, parece que se la has robado un pobre!… ¡Lo que va a llevar Jorge… Eso sí que es una cadena y no esta porquería!
-¿Oyes a tu hijo, Pepe? ¡Ya te dije yo que esa cadena no, que íbamos a dar el cante!
-¿Y yo qué?… ¡El vestido de comunión de Paquita sí que es bonito…y no todos estos volantes que voy a llevar!… ¡Si parezco una chacha hortera que va a casarse!
-¿Lo ves, lo ves pepe? …¡Ay que disgusto!… ¡Todos creerán que nos hemos venido a menos!… ¡Hasta Tomasa, esa envidiosa corroída por la envidia, va a pensar que es más que nosotros!
-¡Bueno! ¡Pues que lo piensen! ¡Sí son todos unos muertos de hambre! ¡Vestiros ya de una vez que sino me voy a liar a guantadas con todos vosotros!… ¡Que me tenéis harto ya de tanta monserga! Además, ¿no vamos a dar el mejor banquete del pueblo? ¡Se van a quedar pasmados todos esos jilicuatro! ¡Ya verán esos lo que es un banquete y quienes somos nosotros… Aunque me tenga que gastar hasta el último duro!… ¡Venga ya, terminad y salgamos de una vez! ¡No si encima me vais hacer quedar mal todos vosotros!…¡Venga ya, por dios!… ¡Que no quiero hacer esperar a nadie, no sea que piensen que me da cosa eso de ir a la iglesia!… ¡Ya ves tu!… ¡A mí…! … ¡A mí, con lo que yo soy, me va a dar nada el ir a ese antro de pedigüeños, con todos esos mea pilas!… ¡Que si señor, eso es lo que son todos, unos beatos y unos mea pilas!… ¿He? ¡Pues no soy yo bueno para eso… pues no los tengo yo bien puestos! … ¡Venga, vámonos ya, leches!… Pepe, cuando finalmente consiguieron salir todos, se acordó de Mahdi y de que se lo había dejado dentro… “Bueno, parece un buen chico, pero nunca se sabe…” Pepe, volviendo sobre sus pasos, entró en la casa y balbuceando le dijo a Mahdi:… “Ah, Mahdi… Perdona, si quieres puedes esperarnos a quí, pero vamos a tardar y… Bueno, disculpa que no te invite… Será mejor que nos veamos otro día… ¿Quieres? No… Si… ¡Yo te hubiera dicho que vinieras!… Pero… Ya sabes, la mujer… los chismorreos… Será mejor así para ti… Como eres ilegal aun… Y… ¡Vaya, que si se puede evitar…! ¡Para que echar leña al fuego… ¡ ¿Me entiendes, no? Mahdi, que no entendía casi nada -debido a sus lagunas de comprensión de ese idioma- salvo que a su amigo no le agradaba mucho que él fuera con ellos, sonriente y comprensivo, dio unas palmaditas a Pepe en la espalda y se fue de allí pensando en la suerte que tenía esa familia de haber nacido en ese país en el que los hombres gozaban de libertad, respeto, confianza y bienestar. Mahdi, mientras se dirigía al albergue, pensó que, si eso agradaba a su amigo, iría a misa más tarde; después de que las comuniones se hubieran celebrado… No entendía muy bien porque hacían la comunión esos críos si no eran creyentes… Mahdi pensó también en que de malo habría hecho el ante el Creador para no merecer la suerte de su amigo… Luego volvió a pensar en sus niños, muy pequeños aun para hacer la comunión… Y acariciando sus sueños, imaginó el día en el que sus propios hijos harían la comunión -porque él sí era creyente- vestidos de blanco y con trajes de gala, en ese país de occidente que iba a poner fin a sus desdichas…
Carmen Moreno Martín alias Hannah
28 de junio de 2010
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