Fracisco Javier González P. / Artículo de opinión.- Me crié en un colegio de curas. El Nava-La Salle de Aguere en virtud de que mi padre fue de los primeros beneficiarios del Patronato de Nava que en 1916 creó “unas escuelas genuinamente católicas para educación de la clase obrera y proletaria de su término municipal” y de que hablamos de los primeros años de la “Pax franquista” de mitad de los 40. Como todos los de mi echadura jugué con soldaditos de plomo y altares del mismo material, fui a las misas dominicales en formación escolar y las memoricé en latín, a cantar el “Tantum Ergum” los jueves por la tarde y a confesar los sábados en fila de a uno. Mañanas de Caralsol brazo en alto y tardes del Isabel y Fernando y del Prietas las filas. Mes de mayo con flores a María y procesiones semanasanteras en que la banda lagunera tocaba incansable el “Adiós a la Vida” de Tosca para recreo del personal. En el colegio transcurrió mi Bachillerato Elemental, entonces recién implantado, normalmente con recreos al pie del reloj de la galería como premio a un comportamiento poco compatible con la rigidez religiosa y el orden ambiental. Ya en el Instituto fui primero cofrade fundador de la Hermandad del Nazareno de los Alumnos del Nava y pasé luego mi personal crisis religiosa cuando se fue rompiendo el muro plomizo de medroso silencio colectivo y choqué con la realidad de un cura, el canónigo lagunero José García Ortega, hombre de pistola al cinto bajo la sotana por si alguien recordaba a las Brigadas del Amanecer y con el conocimiento recién estrenado de que mis tíos, como muchos laguneros y canarios más, habían sido obligados huéspedes de Fyffes y Gando o navegantes de veleros al exilio americano. En el preuniversitario tuve el primer enfrentamiento dialéctico con un cura palmero, de Mazo por más señas, recién llegado como capellán al Colegio Mayor San Agustín llamado Elías Yanes, autor de “Yo no creo en los curas” y posterior Monseñor Yanes, conspicuo presidente de la Conferencia Episcopal Española y hoy factótum eclesiástico por esas tierras de Europa. El desacuerdo fue mi incapacidad para compaginar omnisciencia y omnipotencia como atributos divinos con la idea de justicia y de infinita supuesta bondad de un Dios “creador” que, desde antes de nacer, sabía que éramos carne de infierno o que toleraba los, eso sí cuasi infinitos, padecimientos de una mayoría de humanos sujetos a inhumana explotación. Ya en la Universidad aprendí la diferencia entre el pensamiento mágico-religioso y la lógica científica y decidí, tras un frustrante debate en un Colegio Mayor del Opus madrileño y la prohibición a entrar a repetirlo, anteponer definitivamente la partícula “a” a mi ya tambaleante “teísmo”.
La existencia de las clases la empecé a aprender con el contacto –o, mejor dicho, con la falta del mismo- con las “veraneantas”, las hijas de una pacata burguesía chicharrera que desde San Juan se trasladaba a los frescos de la vieja Aguere mientras la lagunera se iba a la costa de Bajamar o a la Punta de Hidalgo, y la terminé de entender en veraniegos campos de trabajo en carreteras palmeras y minas de carbón de Moreda de Aller y Lillo del Bierzo. Al marxismo llegué por los libros que, bajo el mostrador, vendían las librerías laguneras de Melquiades Álvarez (Ruedo Ibérico y sudamericanas) y de Armando Sigút (Ed. Progreso) además de por una colección, completa hasta el fatídico julio del 36, de “Leviatán” que mi padre había enterrado dentro de cajas de galletas. Desde aquí, al comunismo rebelde y libertario se llega fácil, sobre todo con la guía escrita de Antonio Gramsci. Como muy bien dice Saramago, todo consiste en una simple posición ética frente a la historia y frente al poder corruptor del capital y una cuestión hormonal cuando se observa lo que ese capitalismo produce entre los marginados del mundo. Por último, la misma posición ética frente a la historia colonial de mi patria canaria y la pertenencia a una etnia masacrada, esclavizada y explotada cinco siglos por una potencia europea exógena, me llevó a plantear la ineludible necesidad de su descolonización e independencia. Esta posición, con indudable raíz étnico-geográfica, es lo que me diferencia fundamentalmente del pensamiento eurocéntrico y panibérico de Saramago, similar en el planteamiento respecto a sus colonias y a sus territorios oprimidos que los que han sostenido –y sostienen- la mayoría de sus partidos comunistas que en eso suelen ser bastante reaccionarios. Como me sucede con cualquier achaque físico conocido que puedo separarlo totalmente de la salud general, en esto, con Saramago, más allá de su valor literario -que para gustos se hicieron colores y nóbeles- son sus posiciones éticas, políticas y religiosas las que como hombre de compromiso quiero respetar.
Así y por eso comparto muchos de sus pensamientos. Uno en especial sería: “No creo en dios y no me hace ninguna falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Un creyente fácilmente pasa a la intolerancia. En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros. Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar. No creo en dios, no lo necesito y además soy buena persona”. Fueron pensamientos como este o un Evangelio en que José, en castigo a su insolidario comportamiento con los niños asesinados por Herodes, es condenado a soñar con ser el asesino de su propio hijo, sueños que hereda Jesús cuando los ocupantes romanos crucifican a José como supuesto terrorista zelote, un Jesús que pasa de aprendiz del Pastor y se casa con María Magdalena, los que desatan la ira de las jerarquías católicas y del presidente de la supuestamente República laica de Portugal, Aníbal Cavaco Silva, y traen a José Saramago como arronce trasmarino a paladear los vientos salobres y asirocados de la africana Lanzarote. Hasta aquí lo ha perseguido la cristiana Inquisición, la ira de sagrados pontífices, de popes opusdeísticos y de ensotanados defensores de los más abyectos tiranos que pudieran compartir su mítica concepción del dualismo maniqueo de su cielo versus nuestro infierno. No somos así, en general, los no creyentes y puedo hablar de ello en primera persona. Mi hijo Tinguaro tuvo funerales católicos porque su madre y su novia lo son y él nunca se definió al respecto. Tras esa ceremonia mis amigos –y suyos- como Jaime Bethencourt y Carlos Fuentes lo despidieron con bucios mientras Rogelio Botanz lo hacía con las chácaras en la partida a su morada en la memoria de los que quedamos atrás.
La iglesia y sus jerarcas no son así. No lo han sido históricamente desde las Cruzadas a la “Santa” Inquisición, pero tampoco lo son ahora. Del nazi Hitler a los criminales Videla o Pinochet, pasando por Mussolini o Franco, todos han tenido el amparo eclesiástico como “Fidei defensor”. La Alemania nazi firmó su Concordato con la Santa Sede, el Reichskonkordat todavía vigente, en julio de 1933 (¿porqué estas cosas suceden en julio?) con el entonces Cardenal Pacelli –devenido luego Pio XII- por parte vaticana y el muy católico militar y vicecanciller nazi Franz von Papen, siendo el sacerdote de la curia, Montini, luego Pablo VI uno de los testigos. Von Papen declaró entonces que “El Tercer Reich es la primera potencia mundial que no solo reconoce sino que pone en práctica los elevados principios del papado” mientras el papa Pio XI le mostraba a los alemanes su alegría al saber “que el gobierno alemán estaba ahora bajo la dirección de un hombre que se opone inflexiblemente al comunismo”. Desde Berlín, un par de meses antes, Adolf Hitler proclamaba en su “Mi Nuevo Orden” que “El Gobierno Nacional preservará y defenderá aquellos principios básicos por los cuales fue edificada nuestra Nación. Consideramos a la Cristiandad como el fundamento de nuestra moralidad nacional y a la familia como la base de la vida nacional” al tiempo que F. von Papen afirmaba que “Nosotros los católicos apoyaremos con toda nuestra alma y plena convicción a Adolf Hitler y su gobierno (....) el catolicismo alemán tiene que participar activamente en la edificación del Tercer Reich”. Desde luego que un entusiasta miembro de las Hitlerjugend, las Juventudes Hitlerianas, Joseph Ratzinger, logró compaginar de tal forma nazismo y catolicismo que, de combatiente en la artillería de Reich pasó a ser el Papa Benedicto XVI.
Mussolini –hasta el Pacto de Letrán- y Franco toda su vida política, firmantes también de sendos Concordatos con la Santa Sede que, con ligeras modificaciones siguen rigiendo las relaciones Estado-Iglesia, tuvieron el apoyo incondicional y militante de la Iglesia Católica. Las armas, desde los tanques y ametralladoras al gas iperita, que los italianos usaron contra los abisinios armados de escudos y lanzas fueron bendecidas por el Vaticano porque se destinaban a extender la civilización cristiana en tierras africanas. Franco obtuvo que el papado reconociera su incivil guerra como una “Cruzada” contra el ateismo marxista gracias al masivo apoyo de los obispos españoles con la “Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos de todo el mundo” sin faltar, por supuesto la firma de los dos de Canarias –que no canarios- Pildain y Fray Albino. Hasta el final de sus días el enano dictador español, puente intermedio necesario para la continuidad de la monarquía española, entraba bajo palio en las catedrales católicas. Salazar y Pinochet fueron también personajes de privilegiado trato eclesial como, en general, cualquiera de esta laya que se autoproclamara como defensor de occidente frente a masones, ateos, socialistas, comunistas, anarquistas... Algunos como Pinochet, incluso fuera ya del poder por el empuje popular, siguieron siendo protegidos por los jerarcas católicos. Así, Jorge Medina Estévez, obispo de Valparaíso y Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en el Vaticano, declaró al periódico chileno “La Cuarta” al respecto de las gestiones para la liberación del asesino Pinochet, retenido en Londres, elaboradas en la sede vaticana del Opus Dei bajo la supervisión de su máximo responsable, el obispo madrileño Javier Echevarría, que “Lo que ha estado en nuestras manos lo hemos hecho, con discreción, porque en este tipo de cosas hablar demasiado es dañino”. Tanto Medina, como el Secretario de Estado vaticano, Angel Sodano, acompañaban a Juan Pablo II en su visita a Chile de 1988 y se retrataron juntos en los balcones de la Casa de la Moneda, bombardeado quince años antes por el fascismo chileno y donde Allende fue masacrado por el católico Pinochet, el mismo que recibía ese día la comunión de manos papales.
Son estos mismos personajes los que, como guirres hambrientos, se han abatido sobre la memoria de un ya indefenso Saramago desde el periódico vaticano L’Osservatore Romano por “su intento imaginativo que no se molesta en encubrir con la fantasía la impronta ideológica del eterno marxista”. Si existiera ese cielo cristiano para los hombres buenos Saramago estaría allí, descojonándose de risa al ver que para estos curas ilustrados su marxismo es eterno. Ni siquiera los marxistas creemos en la eternidad del pensamiento. Lo que si puede durar es la lucha histórica contra la intolerancia eclesial y la explotación del hombre por el hombre que se esconde tras ella, pero terminaremos venciendo.
Francisco Javier González
Gomera, Canarias, a 22 de junio de 2010, víspera del Acano guanche.
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