Teodoro Santana * / Artículos de opinión.- Rafael Fernández Valverde, juez del Tribunal Supremo español y ex vocal del Consejo General del Poder Judicial (a propuesta de Coalición Canaria), apeló el pasado viernes a las bondades de la Reserva para Inversiones en Canarias (RIC) para garantizar «su evolución en el tiempo» y defender así los intereses de los capitalistas ante las «posibilidades interpretativas» de la Hacienda española. Evidentemente, cosechó aplausos y elogios de los representantes de la burguesía presentes en Expomeloneras.
Valverde defendió la evasión legalizada de impuestos que supone la RIC que según él «tiene un claro objetivo de impulsar el desarrollo económico y social de Canarias. La realidad social del tiempo se refleja en la exposición de motivos, que nos permite disfrutar de un incentivo que encaja en el carácter político, la referencia estatutaria y el marco internacional judicial». Nada como la “independencia judicial” y la “separación de poderes”. Desde luego, nada de separarse de los intereses de los grandes capitalistas.
Mientras las cárceles del Estado español están abarrotadas de personas procedentes de la clase obrera y los sectores más pobres de la sociedad, los jueces comen, beben, juegan al golf (o al pádel) y se relacionan con los capitalistas, algunos hasta el grado de reconocerse “más que amigos íntimos”.
Para los asalariados, en palabras de Roberto Fernández Retamar, los jueces son parte de “una clase a la que no pertenecimos, porque no podíamos ir a sus colegios ni llegamos a creer en sus dioses, / ni mandamos en sus oficinas ni vivimos en sus casas ni bailamos en sus salones ni nos bañamos en sus playas ni hicimos juntos el amor ni nos saludamos”.
La Constitución burguesa española (ese enorme montón de papel mojado) dice que todos los poderes públicos “emanan del pueblo”. Pero esto no rige para el poder judicial. Su legitimidad no viene de las urnas, sino del fascismo. Y de su propia continuidad. Son intocables e inamovibles, aunque deciden sobre la vida y hacienda de la gente.
El caso del juez Garzón es paradigmático. Titular de la Audiencia Nacional (continuadora del Tribunal del Orden Público (TOP) del fascismo, y clara vulneración del derecho de cada uno a ser juzgado por su juez natural), sus devaneos políticos y su afán de protagonismo son pecata minuta al lado de hazañas tan poco homologables democráticamente como la de establecer la doctrina del “todo es ETA” contra la izquierda vasca. O de procesar a Pinochet por crímenes contra la humanidad, a la vez que cerraba los ojos ante los crímenes contra la humanidad perpetrados en España, incluidos los casos de torturas denunciados por una organización tan morigerada como Amnistía Internacional.
A eso hay que añadir su utilización sistemática de las escuchas de las conversaciones entre abogados y presos, amparándose en una ley -a todas luces inconstitucional y radicalmente vulneradora de los derechos civiles más elementales- que permite hacerlo si los presos están acusados de terrorismo (lo que se extiende ad infinitum porque para él “todo es ETA”). Por no hablar de sus peticiones de dinero a oligarcas como Emilio Botín y otros.
El que semejante personaje se haya convertido en símbolo de “democracia” porque, en la equivocada idea de su propia importancia, se le haya ocurrido darse más autobombo aceptando ahora la denuncia contra los crímenes del fascismo, tocando las narices a los poderes fácticos, no deja de ser una cruel ironía.
Mientras tanto, siguen impunes los crímenes de genocidio y de lesa humanidad que, según el derecho internacional suscrito por el Estado Español (y que, por lo tanto, según la propia Constitución, forman parte ya de su cuerpo legal) ni prescriben ni pueden obviarse mediante ninguna ley de “punto final”.
El Estado español es el único país europeo con fosas comunes sin abrir y cunetas llenas de cadáveres. Los niños robados a sus padres y entregados a familias fascistas aún no saben quienes eran sus verdaderos progenitores. Los robos de propiedades a ciudadanos republicanos no se han devuelto, y siguen dando réditos a sus ladrones.
Peor aún: las sentencias de los “tribunales” y consejos de guerra fascistas no han sido anulados. Para el “democrático” Estado español, los demócratas asesinados y desaparecidos siguen siendo oficialmente delincuentes. Y los fascistas, disfrazados con togas de jueces o uniformes militares, que ordenaron su asesinato, unos ciudadanos libres de toda sospecha.
Mientras los muertos del pueblo sigan en las cunetas, en las simas, en los pozos, en las fosas comunes sin identificar, no cabe hablar de “democracia” ni nada que se parezca. Mientras el sistema judicial emanado del fascismo siga en pie, eligiendo a los nuevos jueces y sentando la “jurisprudencia” que les apetezca, no habrá ni democracia ni justicia.
Sólo cabe una alternativa: la remoción de todos los jueces, y la creación de un poder judicial basado en la participación popular (ahora sistemáticamente boicoteada y reducida a la mínima expresión) y la elección (y revocación) popular de los jueces y fiscales. Lo demás es pura propaganda capitalista sobre “creer en la justicia”.
Difícilmente podemos los asalariados creer en la justicia capitalista, hecha y desarrollada para defender a los bancos y a los grandes grupos de poder oligárquico. Y si hunde sus raíces en el fascismo, muchísimo menos.
(*) Teodoro Santana es miembro del Comité Central del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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