Luis Alberto Henríquez Lorenzo* / Artículo de opinión.- Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, esto es, la persistencia del goteo o derrama de casos de abusos pederastas perpetrados por sacerdotes y religiosos católicos en las últimas décadas, prácticamente en todo el mundo, acaban de reproducir en el portal digital Atrio sendos artículos de los teólogos Celso Alcaina y Leonardo Boff, intelectuales sobradamente conocidos, sobre el espinoso asunto del celibato en la ICAR (siglas de Iglesia católica, apostólica, romana). Al calor y la luz de ambas reflexiones, me permito yo las que siguen.
En las iglesias ortodoxas, tan celosas de la Tradición ellas y, desde luego, en todo caso menos secularizadas que en general los feligreses de la Iglesia católica, desde siempre la inmensa mayoría del clero secular ha sido personal casado (esa fue, precisamente, y aunque no la más importante, una de las razones desencadenantes del cisma de Oriente y Occidente en el año 1054, que partió en dos la cristiandad). Y no obstante, la profunda vida espiritual y monástica, sobre todo monástica, de esas Iglesias ahí sigue. Y su parafernalia litúrgica, en la cual sumergido se tiene la impresión de que un pedazo de cielo abaja en esos precisos instantes a la tierra. Vamos, que ese universo espiritual tan conmovedor, apofático y místico propio de la Ortodoxia sigue inalterado, a pesar -yo más bien diría, acaso gracias a- de esa gran mayoría no célibe de su clero secular.
Algo similar ocurre con las comunidades católicas de ritos orientales unidas a la plena comunión con la Santa Sede; comunidades cristianas muy antiguas, milenarias, que cierto que puede que sean menos universalistas y misioneras que la ICAR, sólo que sin duda no están en modo alguno secularizadas por causa y efecto de su clero secular casado. En verdad, son un tesoro de inigualable espiritualidad y belleza litúrgica. Y en cualquier caso, obispos y monjes continúan y continuarían siendo célibes.
Puedo entender que en efecto si la Iglesia católica abriese la mano y optase por ordenar hombres casados, por ende no célibes, es muy probable que apareciese algo así como un doble sacerdocio: el de primera categoría, conformado por célibes, y el de segunda, reservado a hombres casados, a viri probati. Pero ello no sería porque de suyo el ser casado conlleve pasar a pertenecer automáticamente a una categoría inferior, sino porque la Iglesia católica no termina de desplegar una visión plenamente positiva de la sexualidad humana. De manera que es justamente por ello, entiendo, por lo que no termina de concebir que un sacerdote casado pueda, en muchos casos al menos, ser “más digno” -por su mayor compromiso solidario, espiritual, fraterno, intelectual, etcétera- que un sacerdote célibe. A este respecto, abrir los ojos a la realidad eclesial demuestra que esto que señalo es justamente así.
No se me esconde que muchos obispos -y desde luego, seguro que también el papa Benedicto XVI- sostienen que un sacerdote casado no estará nunca o casi nunca, por causa de sus cargas familiares, tan disponible como uno célibe para la misión pastoral propia de su estado de ministro ordenado. Cierto, innegable; sin embargo, ni siempre es así ni tiene por qué ser así, puesto que perfectos curas más bien vagos y de mentalidad burocrática también los hay célibes. Y además, tanto más burócratas y funcionariales cuanto más obligados se ven y vean a tener que celebrar tres, cuatro, cinco o más misas los fines de semana en otras tantas parroquias. Algunas de esas misas celebradas por curas sobrecargados de parroquias son tan cortas, tan rápidamente celebradas, tan aceleradas, tan aparentemente “funcionariales” que se hace difícil comprender cómo muchos obispos siguen sosteniendo que es que el celibato opcional de los presbíteros del clero secular -por razones obvias, el celibato seguiría siendo ajeno al clero regular y al episcopado- acarrearía una especie de funcionarización del clero. Que se pasen por una comunidad ortodoxa y asistan a la Divina Liturgia celebrada por sacerdotes casi seguro que casados, y luego digan qué celebración les parece más ”burocrática y funcionarial”, si una típica misa católica celebrada como a toda prisa -y que ni a la media hora llega- un sábado a las seis de la tarde por el mismo cura que tiene que desplazarse a un pueblo situado a veinte kilómetros, pongamos, para celebrar la misa de siete y media… La Divina Liturgia celebrada por un sacerdote ortodoxo, casi siempre casado, dura como mínimo hora y cuarto u hora y media. Y casado y todo ese ministro ordenado, la atmósfera de espiritualidad y la sensación de divinización que se respira en ellas, ni remotamente se parece a la impresión que producen tantas misas católicas que no llegan apenas a los veinte minutos y que son celebradas en plan deprisa y corriendo, como con la leche en el fuego, por así decirlo. Éstas lo que transmiten es, más que impresión de que se adora el misterio, impresión de que al menos se ha cumplido con el rito, con el mandamiento de la Santa Madre Iglesia… Y a casa. Hasta la semana que viene.
Cierto que el sacerdote célibe sigue, por razón de su celibato, más de cerca el ejemplo del mismo Jesús de Nazareth, que fue pobre, obediente y célibe (este dato lo reconoce el propio José Antonio Pagola en su polémico último libro, que ya llevo adelantado), y las exhortaciones del apóstol Pablo sobre la virginidad y continencia por el reinado de Dios o reino de los cielos (cfr. 1 Cor. 7, 25-40); pero si es un secreto a voces que excelentes ministros ordenados los hay entre el clero no célibe -y conste que me refiero solamente a católicos y ortodoxos, no entro a analizar la situación de los protestantes y anglicanos, que también daría mucho de lo que hablar: pensemos en el arzobispo anglicano sudafricano Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz: su condición de casado y padre de familia no le ha impedido desarrollar una muy encomiable labor de compromiso solidario por la justicia desde su condición de obispo anglicano-, ¿por qué la mayoría de obispos católicos sigue empeñada en afirmar, para negar la posibilidad del ministerio ordenado, al menos en la Iglesia católica romana, a hombres casados, lo que no parece ser confirmado por los hechos: que si los hombres casados tendrían menos tiempo, que si así se funcionalizaría o burocratizaría el ministerio ordenado…?
A mí me suena que, como en tantas otras ocasiones y tantas otras particularidades en la vida de la Iglesia católica, el quid de la cuestión, la piedra de escándalo para este asunto también es la peculiar consideración sobre la sexualidad humana desplegada, siglo tras siglo, por el pensamiento oficial de la Iglesia católica: el fiel célibe sería, por su condición de célibe, de primera categoría frente al fiel católico casado. Aunque sea un perfecto hipócrita, cínico, funcionarizado, vago y dueño de no sé cuántos defectos más, empero si en principio está dispuesto a ser célibe… Mientras que si no está dispuesto a ser célibe, por más que sea una persona de indudable calidad intelectual, espiritual y humana…
Abundando en esto que señalo y a modo de broche para esta reflexión, he de señalar que conozco el caso de varios sacerdotes católicos españoles secularizados en su día y hoy próximos o ya entrados en la cincuentena. Me consta que dieron los mejores años de su vida al servicio de la Iglesia y de la construcción del Reino de Dios, casi tanto como me consta que a pesar de ello la Iglesia les ha dado con la puerta en las narices a la hora de facilitarles un trabajo, por ejemplo; de modo que al menos dos casos conozco de sacerdotes católicos secularizados y en la actualidad en paro; de nada desdeñable trayectoria pastoral, personas de fe, de interesante formación académica… Pero nada, en paro, pese a todo lo anterior; en paro, mientras en la ICAR siguen abundando los mediocres que no raramente ni a misa van ni predican con el ejemplo de sus vidas entregadas, pero que se ganan la vida, a menudo por mero y vergonzoso nepotismo, en trabajos dependientes de la ICAR. Para mí que deleznable situación. Vergonzosa. De una nauseabunda hipocresía. Y por lo que sé, tan enquistada en el tejido mismo de la ICAR, que a ver quién es el bonito que le pone el cascabel al gato… Vamos, que no va a cambiar, que va a seguir siendo así, per saecula saeculorum… Amén. Para que encima se quejen los obispos y demás responsables eclesiales de que cada vez son menos los bautizados que van a misa…
Al menos quien estas líneas escribe, que nada puede hacer para solucionar esa injusticia típicamente eclesial, nada que no sea ingerir ajo y agua (es decir, joderse), deja constancia de la denuncia en esta reflexión.
* Luis Alberto Henríquez Lorenzo. Licenciado en Filología Hispánica. Profesor de Enseñanzas Medias. Poeta y escritor. Gran Canaria, Islas Canarias, 9 de abril de 2010.
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