Carmen Moreno Martín / Artículo de opinión.- Una vez más, la cristiandad católica celebra su “Semana Santa” durante la cual se exaltan “los misterios” conocidos por ellos como “la redención” a través de los cuales, Dios, convertido en hombre, pero sin dejar de ser al mismo tiempo Dios, será perseguido, torturado y sacrificado para que los pecados de la humanidad sean perdonados, pecados con los que el hombre ofende a ese su Dios ávido de sangre y sacrificio que, para poderse complacer, creó al hombre ya pecador. Según ese ideario doctrinal, su Dios es todopoderoso, omnisapiente, omnipotente y creador de todo lo que existe, incluso de los pecados del hombre –ya que nada puede acontecer fuera de él–; pecados con los que incluso ya nace desde que fue creado, que ya incorpora al nacer el gran pecado, el de la desobediencia a su Dios, “el pecado original”. Un divino pecado creado por Dios –porque, recuerden: nada existe fuera de él- que exige –claro, cómo no– una penitencia o “Redención” cómo ellos la llaman, también divina: la pasión, cruxifición y muerte del mismísimo hijo de Dios que a la vez es Dios mismo… ¿Lo entienden? Bueno, no se inquieten, yo tampoco.
En esta semana, por lo ancho y largo de la geografía española, desfilarán imágenes circunspectas, tristes, dolientes, angustiadas y llenas de sangre; imágenes de un hombre-dios detenido, torturado y crucificado; y todo ese espectáculo culminará con la resurrección del torturado, sacrificado y muerto Jesús. Es todo un espectáculo de tortura, sangre, dolor y muerte del cual el pueblo se apresta a disfrutar, cómo lo hicieran aquellos romanos en sus circos de leones o de juegos de gladiadores; cómo lo hicieran aquellos aldeanos medievales en torno a las hogueras y demás tropelías de la inquisición; cómo lo hicieran los ciudadanos franceses en torno a las guillotinas; como lo han hecho hasta muy poco en Europa en torno a las ejecuciones públicas y como lo siguen haciendo aún hoy en muchos países presenciando enardecidos lapidaciones y mutilaciones varias…
Durante esta santa semana española, sentados, o de pie, a lo largo de las aceras y desde los balcones y ventanas de las calles por dónde transitarán las imágenes; el pueblo de hoy enardecido vivirá una vez más el atractivo de la tortura, de la sangre y de la muerte; un rito atávico –a juzgar por la historia– subyugante, espasmódico y orgásmico. El pueblo llorará y elevará cantos a sus queridas dolientes imágenes; se castigará acarreando cadenas y pesadas cruces, haciendo grandes caminatas con pies descalzos, flagelándose, ayunando y, en suma, hará cuanta cruenta penitencia se le ocurra en apoyo a ese plan de redención que su dios tiene ideado –que es tan omnipotente que necesita ayuda hasta en el sufrimiento, hasta para redimir a lo creado por él y subsanar así sus errores de creador- o para pagar tributo de sangre por dones recibidos –las promesas–; luego, se perderá en los bares y correrá el alcohol; acudirán turistas –es un gran negocio, sobre todo para algunas ciudades– que no querrán perderse ni un detalle; se retransmitirá por todas las televisiones y constituirá el mayor reality show de la semana.
Siempre me he preguntado el por qué de este empeño y de esta fijación por el dolor, por la tortura, por la sangre, por la muerte, por el pecado, por la humillación y el sometimiento y por el pago a través del sufrimiento y la venganza, que tiene esta iglesia católica. Porque, que yo sepa, no se celebra de igual modo –con una semana santa pública, con procesiones, etc.– el nacimiento de ese niño-Dios en el que creen; ni montan una semana santa con toda la parafernalia para celebrar la llegada de ese espíritu santo-Dios en el que también creen; no, no conozco ninguna semana santa de la alegría que tenga el mismo corte y patrón que la semana santa del dolor. ¿Por qué será? Y si echamos una ojeada a la vida de sus canonizados santos, encontramos siempre esa apología del castigo del cuerpo, de la carne, de la penitencia cruenta y obsesiva del pecado y de la culpa, del cilicio, de la sangre y de la muerte. Tal parece que su Pantocrátor Dios, no apetece de todo lo que ha creado: los cuerpos, la alegría, el placer, la fiesta, el regocijo, el gozo… No, estas cosas deben ser defectos que le salieron al crear, y que sus propias criaturas –los seres humanos– deben enmendar sufriendo, penando, llorando, muriendo, atravesando pruebas y más pruebas… ¡Qué triste panorama!
En fin, si yo fuera creyente, incorporaría aquella frase del Maestro que dice “Misericordia quiero, que no sacrificio” y no tendría más remedio que unirme a Serrat para cantar los versos de Machado; aquellos que dicen: ¡Oh no eres tú mi cantar, no puedo cantar ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar!
Carmen Moreno Martín alias Hannah
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