Luis Alberto Henríquez Lorenzo* / Artículo de opinión.- Conservo nítida memoria de un dato al que tuve acceso en su momento, gracias a la lectura de un ensayo, hace de la misma ya por lo menos diez años, acaso más, ensayo que tocaba el tema de la omnipresente y omniabarcante presencia de las multinacionales en la economía, cultura e incluso conciencia colectiva a escala planetaria. El dato en cuestión venía a afirmar que en Estados Unidos, estudios que deben no haber perdido ni un ápice siquiera de vigencia o actualidad muestran muy a las claras cómo un ciudadano medio norteamericano de aproximadamente cincuenta años de edad, habrá invertido, a lo largo y ancho de su vida hasta precisamente alcanzar esa cincuentena que se toma como muestra del estudio sociológico, la friolera de ¡diez años delante del televisor viendo programas y más programas…!
Sí: diez preciosos años de su vida, de entre los cincuenta totales considerados en el momento del estudio comparativo, watching tv. Que se dice pronto, la verdad. Por más que ya sé yo mismo que estas líneas escribo, que sí, que las estadísticas así consideradas como en bruto o en globalidad… Lo reconozcamos: también invertimos años en dormir, meses, acaso años, en comer, en ducharnos, en pasear el perro… ¡Pero diez años viendo televisión es una cantidad de años tal que de entrada desconcierta, como mínimo, por más que nos guste la televisión.
Desconcierta como poco de entrada, sí, por más que no haya, desde luego por mi parte ninguno, propósito de demonizar la televisión, puesto que, incluso aceptando que por lo común la información y la formación recibidas a través de ese potentísimo medio de comunicación no son tan profundamente asimiladas por el espectador interesado como la información y la formación recibidas a través de otros medios (lectura, radio, etcétera), a decir verdad, ¿a quién no le atrae lo suyo una buena película dada por televisión, un estupendo documental, un informativo ágil y bien realizado, un divertido programa de entretenimiento…?
Como en casi todo lo que el hombre hace y desea, el problema es el exceso. En el caso de la tele, un exceso de horas destinado a ella capaz de privarnos de otras actividades que, insisto en que sin intención alguna de restar utilidad y bondad a ese medio de comunicación que tanto ha revolucionado las relaciones interpersonales, las familias y la propia conciencia individual desde hace ya medio siglo en el mundo entero, de otras actividades, decía, más exigentes, sin duda, pero a la vez más “provechosas” por humanizantes, por disciplinadoras de la mente, por solidarias, por espirituales…
Entre esas múltiples actividades que deben tener su lugar y hasta su primacía en la vida personal y comunitaria de cada quien, que cada lector de este escrito ponga las que desee priorizar. Por mi parte, aun temiendo caer en lugares comunes con esto que diré, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, esto es, que estamos en plena Semana Santa, considero que para los católicos estos días centrales de la fe exigen un tiempo de presencia, a la vez personal y testimonial, que no puede ni debe ser suplido por las horas destinadas a ver televisión, por más procesiones y películas religiosas se visionen, cosa que desde luego puede convertirse en algo muy interesante, sin duda.
Pero igualmente pienso en los indiferentes (por causa de escepticismos varios y por agnosticismo, por profesar otros credos religiosos, por hastío de la fe católica, por profesar el credo de otras confesiones y sectas cristianas, o por lo que sea) hacia este tiempo de Semana Santa. Los indiferentes hacia el hecho religioso en general y hacia el catolicismo en general, no conozco bien si siguen siendo la mayoría, en la actualidad, dentro de las modernas y secularizadas sociedades europeas, sólo que es indudable que al menos siguen conformando una heterogénea mayoría social, una de sus mayorías sociales más visibles. De modo que pienso en la respectiva reacción de muchas de esas personas desafectas hacia lo católico, ante el conocimiento de ese dato que apunto para esta reflexión. No pocos considerarán que en efecto la televisión, más que pantalla amiga, si uno se descuida con ella puede devenir pantalla o plataforma enemiga de las horas que deben destinarse a la lectura, el ejercicio de la solidaridad, la espiritualidad, el estudio, la amistad, el diálogo profundo en familia, el cultivo mismo de la realidad real frente a la realidad virtual (esta segunda, en el aquí y ahora de nuestro tiempo histórico, encima doblemente reforzada con la llegada de Internet…).
Y habrá quienes concluyan: cuánto tiempo perdido viendo programas de ínfima calidad (telebasura de muy diversos registros), en vez de haber apostado, en cada momento en que era menester y útil hacerlo, por otro tipo de actividades: más horas de radio, más horas de lectura, de estudio, de afirmación humana y solidaria, más tiempo destinado a presenciar y aprovechar charlas, cursillos y conferencias, más horas de sabio uso de Internet, más tiempo de encuentro y diálogo con personas amigas…
Aunque también lo hacen los grupos terroristas e Internet, la televisión secuestra a la vez que convence a veces, y vence casi siempre. Entretiene, informa y forma muy a menudo, sólo que casi siempre informa y forma menos (con peor calidad) que la visita a una buena página digital o electrónica, por ejemplo.
Mientras avanzo en esta reflexión, escucho en el portátil desde el que escribo una de las piezas de jazz que prefiero; se trata de “My Favorite Things”, de John Coltrane, acaso el quinto gran pilar de la música de jazz de todos los tiempos, al lado de gigantes como Louis Amstrong, Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis. De modo que dejándome llevar por el tan sugerente poder evocador de esa pieza magistral, me sigo desplazando mentalmente del sitio desde el que pienso y escribo y me vuelvo a querer detener en la consideración de las exigencias, obvio que para los católicos, de este tiempo de Semana Santa. Si la oración es perder el tiempo con Dios (Carlos de Foucauld y el P. Voillaume así lo pensaban, entre una mayoría de místicos y hondos creyentes que pensaba exactamente lo mismo), entretenerlo con la televisión…
Si Federico Nietzsche, ese filósofo deicida a un bigote pegado, arremetía contra la oración cristiana argumentando que la misma no pasaba sino por ser una miserable pérdida de tiempo, ¿qué pensaría, desde su altiveza pretendidamente aristocrática fustigadora de las bajas pasiones del cristianismo, de muchos de los programas actuales que nos ofrecen tantísimos de los canales de televisión? Conocemos que, pocos años antes de morir, manifestó Kart Popper (hacia los finales del siglo XX) que nunca había podido dejar de experimentar el temor de que la televisión se hubiera convertido en una plataforma tremendamente alienadora-manipuladora de la conciencia del hombre moderno.
Pero entonces, si la televisión es potencialmente buena ¿habría que hacer uso de ella menos de lo que en principio se querría, so pretexto de no caer en la tentación de dedicarle finalmente, y casi como con descuido, demasiadas horas de un tiempo que habría que destinar a otras actividades acaso menos placenteras pero sí a la larga más formativas, humanizadotas, espirituales y solidarias, disciplinantes de la vida, de la mente…?
A mí al menos no se me ocurre otra solución; empero, entiendo que es arduo buscar un justo medio, algo así como el equilibrio entre, en efecto, aprovechar lo bueno de la televisión pero siempre quedándose con, diríamos, “hambre de tele”; pues de lo contrario, de querer atiborrarnos de buenos y aun excelentes programas televisivos, sí que lo conseguiríamos, vale, sólo que a costa de quitar muchísimo tiempo a la lectura, el estudio, el buen uso de Internet, el ejercicio de la solidaridad, el cultivo de la amistad, la vivencia de la espiritualidad…
* Luis Alberto Henríquez Lorenzo. Licenciado en Filología Hispánica. Profesor de Enseñanzas Medias. Poeta y escritor. Gran Canaria, Islas Canarias, 30 de marzo de 2010.
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