Luis Pérez Aguado / Artículo de opinión.- En el aniversario de la caída de los Picachos. Son muchas las ocasiones que nos hace pensar que no hemos avanzado mucho culturalmente, principalmente cuando, por desidia o ignorancia, continuamos dejando que desaparezcan los monumentos más singulares de nuestra historia como sucede con la columna que queda en pie de los Picachos, en Telde, que amenazada de una muerte inminente, espera desesperadamente un aliado que la ayude en su lucha contra la apatía y la lentitud desesperanzadora en la tramitación de proyectos, argucias y maniobras, barreras suficientes para explicar la lentitud de su restauración, que son en definitiva, las causantes de su deplorable aspecto.
En un lamentable estado de ruina se encuentran los únicos restos del ingenio, que según todos los indicios, mandara construir Bernardino García del Castillo, hijo del conquistador Cristóbal García del Castillo y de su tercera esposa Doña Catalina Fernández de Zurita
Nostálgicos, marginados, parece que estos muros cargados de historia no interesan a nadie. Y, sin embargo, allí vive el pasado como el fermento de su tradición y de su historia. Estos muros (de los que solo queda esta columnas que, con la que cayó hará dieciséis años el día 14 de febrero, tenía como misión elevar el caudal del agua que servía de fuerza motriz para el ingenio haciéndola caer de más altura aumentando así su potencial ) son los vestigios de la historia económica de Telde y de Gran Canaria. Tras la conquista, la agricultura y la industria derivada de la caña de azúcar se convirtieron en las actividades básicas de los moradores de Telde.
A medida que avanzaba el siglo XVI aumentaba la producción y con ello la importancia de los ingenios teldenses. Bullía el ajetreo del azúcar, entre el olor de las melazas y el resplandor de los hornos encendidos. En torno a la industria azucarera se movían andaluces y castellanos, portugueses y flamencos, italianos y aborígenes. Y aparecieron los primeros esclavos que arraigaron fuertemente en la nueva sociedad ya que se necesitaban brazos que se hicieran cargo de los trabajos más duros. Se abrieron nuevos caminos y se mejoraron las comunicaciones. El cultivo de la caña provocó la regulación del uso de las aguas estableciéndose turnos y horarios, con lo que nacieron las heredades de aguas. Los puertos inmediatos a Telde no se quedaron atrás en este constante desarrollo. De ello nos da fe Pedro Agustín del Castillo cuando refleja que el lugar fue rico y de mucho comercio siendo la concurrencia de embarcaciones tal que llegaron a ser los puertos cercanos a Telde de más de dieciséis de todas las naciones del Norte, España e Italia. Se cargaban naves con caña de azúcar y se descargaban ricas telas, tapices y productos de diversas procedencias. Fue necesario proteger los barcos y se construyó en la bahía de Gando una torre fortificada, que nos dicen las crónicas era cuadrangular.
El resultado del intenso comercio del azúcar con las ciudades flamencas nos trajo la que, posiblemente, sea la obra de arte más notable de las que se conservan de este género en el Archipiélago: el retablo gótico flamenco de la Basílica de San Juan., donación de Cristóbal García del Castillo. También fue costeado por Cristóbal García el tríptico de la Anunciación pintado sobre tablas que se guarda en el mismo templo.
La pequeña ciudad adquirió un aire señorial. Vivian en ella factores y maestros de la reciente industria, mercaderes, soldados, caballeros y clérigos. El embrión urbanístico, con sus primeras construcciones coloniales, alcanzó importancia a partir del pequeño caserío surgido junto al primitivo templo de San Juan.
Dispersos por todo el término, como consecuencia de la progresiva expansión de los cultivos de caña que determinaron asentamientos de población, aparecieron pequeños pagos como el de las Remudas y edificaciones religiosas. En mil cuatrocientas noventa se fundó la ermita del Señor San Sebastián, puesta bajo la advocación de San Roque después de la peste, y desaparecida en mil ochocientos cincuenta y ocho. En mil quinientos veintidós ya existía la ermita de Santa María de Ajinámar. En los Llanos de Jaraquemada, Alonso Rodríguez de Palenzuela fundó la ermita de San Gregorio dedicada entonces a Nuestra Señora del Buen Suceso. En San José de Las Longueras será Hernán García del Castillo, hijo y nieto de los conquistadores Cristóbal y Hernán, quien mandó construir la ermita cerca de su ingenio azucarero…
… Apellidos de caballeros dieron origen al Valle de Casares, a la Montaña de Ávila, Juan Inglés, Pedro Paso, Rosiana …
Historia, pequeña o grande, intranscendente si alguien así lo quiere, pero digna de ser anotada en el memorial de un pueblo que nació siendo ciudad con una clara e insobornable vocación de futuro. Y que, hoy, sin embargo, parece insensible ante las singulares ruinas de esta columna.
Ruina, desolación, deterioro absurdo, olvido y abandono por quienes tienen la obligación de conseguir una elemental y correcta protección de las insustituibles huellas de nuestro pasado. Una rica historia representada en parte por estos vestigios que van desapareciendo y son precisamente los que nos permiten progresar y comprender nuestro ayer. Con el paso de los años solo podremos saber de su existencia a través de otras fuentes que no sean la visita personal de estos lugares donde vive el pasado con tanta intensidad.
Luis Pérez Aguado
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