Carlos Pulido* / Artículo de opinión.- El que diga que vivimos malos tiempos para la lírica se equivoca. Admito que estamos en crisis, que vamos rumbo al desastre climático, que es posible que la humanidad no se salve y que tal vez ni lo merezca; paso incluso por lo de que el mundo está loco, incluido el mundo; pero es que si no hay lírica, cómo explicar(se) todo esto. En vista de que el talento de los mejores economistas del mundo no ha servido de nada a la hora de evitar la peor crisis económica desde 1929, ni siquiera para explicarla de manera convincente, no es de extrañar que hasta el primer ministro británico, Gordon Brown, sucumbiera a la lírica cuando, al intentar explicar en la Cámara de los Comunes la naturaleza de la actual crisis económica, dijo: “Me viene a la mente la historia de Tiziano, el gran pintor que, al terminar el último de los espléndidos cien cuadros a la edad de noventa años, dijo: Por fin aprendo a pintar. En ese punto estamos todos nosotros”. Me disculparán ustedes si, en mi vano intento de arrojar algo de luz sobre la que estamos pasando, recurro a otras fuentes de autoridad.
En algún lugar de la mitología los hombres de la antigüedad contraían deudas con los dioses. En el Egipto de la época faraónica la diosa Ma’at, hija del dios Ra, era la encargada de pesar el corazón de los que morían contra la suma total del orden del universo. Los que no pasaban la prueba eran devorados por un dios feroz con cabeza de cocodrilo. Pasados los siglos, el Cristianismo asigna este papel de pesador de almas al arcángel Miguel, que cuenta con la ayuda de otro arcángel, Gabriel, contable de las buenas y malas obras de los humanos. En el Islam también dos ángeles se ocupan de esta tarea, aunque cada uno de ellos guarda un libro distinto: Rageeb el de las buenas obras y Ateed el de las malas.
En todas las religiones el tema de la deuda -que los hombres contraen entre sí y con los dioses-, tiene un carácter central. En el padrenuestro, por ejemplo, hay un verso en el que se pide perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Si bien es cierto que en algunas versiones de esta oración se sustituye ‘deuda’ por ‘pecado’ (‘ofensa’ en la actual liturgia en español), en arameo la palabra utilizada para ‘deuda’ era exactamente la misma que para ‘pecado’, las cosas como son. Entonces, ¿ser deudor es malo desde un punto de vista moral? ¿Y la otra cara de la moneda, esto es, ser acreedor?
Si de verdad es cierto que hay vida más allá de la economía, permítanme que busque alguna respuesta a estas preguntas recurriendo a la literatura, y comparando el trato que dos escritores dan a dos personajes arquetípicos: el doctor Fausto, de Christopher Marlowe y el Scrooge, de Charles Dickens. Ambos personajes tenían un pacto firmado con el diablo, aunque el de este último no quede explícito en la novela. Scrooge se salva al final de la historia de Dickens, mientras que el doctor Fausto, “una persona mucho más generosa y respetuosa que aquél”, termina con el cuerpo descuartizado y el alma condenada a los infiernos.
Este agravio comparativo se resuelve cuando atendemos al hecho de que entre Marlowe y Dickens se produce en Inglaterra la reforma protestante y que, en la época victoriana la adquisición de riqueza ya no estaba mal vista desde el punto de vista religioso. Así, Dickens no tiene nada en contra de que Scrooge sea rico, pues la cuestión no es tener dinero ni cómo se haya adquirido este. Lo que cuenta es cómo se utiliza la riqueza. Se comienza a definir una nueva moral del dinero y la deuda en un sistema ya propiamente capitalista. Este capitalismo emergente del siglo XIX se comienza a construir sobre una ética de trabajo duro, el ahorro y la austeridad. Se alienta el enriquecimiento y se pide a los ricos un deber de filantropía.
Un siglo después, el capitalismo estará en una fase de consumo masivo en la que los valores anteriores se convertirán en un lastre para el despilfarro económico. En la época de la tarjeta de crédito y las hipotecas populares, ‘endeudarse’ había perdido ya su antiguo estigma moral. Cuando esta montaña de deuda se derrumba en la actual crisis financiera, parece que está próximo un giro en la consideración moral de los deudores.
Todo parece indicar que la deuda volverá a ser pecado de una forma u otra. Sin embargo, en esta crisis el juicio moral más riguroso ha recaído no tanto sobre los deudores como sobre los acreedores, y el desprestigio se cierne sobre banqueros y agentes financieros que se embolsaban primas millonarias mientras el Estado tenía que intervenir para salvar sus empresas con dinero público. Ha quedado indemne, por ahora, la esencia misma de un sistema depredador, de los recursos presentes y futuros del planeta; injusto, social y moralmente, e insostenible para la humanidad en su conjunto, pero muchas son las formas que adoptan las deudas de los hombres con los dioses y las deudas de los hombres entre ellos; y ahora también sabemos que el ser humano tiene algunas deudas con la Tierra.
Es como si la humanidad se hubiese convertido en un trasunto contemporáneo del avaricioso usurero creado por Dickens. El nudo de la trama seguiría siendo el pacto con el diablo, sólo que en su versión moderna el contrato fáustico se convierte hoy en una metáfora del progreso tecnológico: lo que la humanidad ha logrado gracias a él y lo que debe pagar por ello, pero a partir de ahora en términos de catástrofes ecológicas. El resto del argumento es bien conocido: la avaricia ciega termina por agotar el capital natural del planeta y la naturaleza comienza a pasar las cuentas de esta sobreexplotación.
Desconozco qué destino tiene reservado el autor para este nuevo Scrooge en que nos ha convertido a todos; pero algo que no era en absoluto evidente en lecturas anteriores, me parece ahora fundamental en la obra: la estrecha vinculación entre la actual crisis económico-financiera y los desafíos del cambio climático, tanto en su génesis como en las respuestas a ambos problemas.
Sin embargo, tengo la intuición de que en su relato este autor adoptará un sesgo de utopía ecologista; tal vez en su fuero interno crea que se trata de una oportunidad para avanzar hacia una economía más verde, que no más justa, o un esfuerzo de re-moralización del capitalismo, que ofrezca un nuevo sentido a la vida más allá del consumismo compulsivo financiado con una deuda impagable. Nada dirá de cambiar el modelo de producción y el modo de vida planetario; nada de poner la sociabilidad que proporciona el mundo del trabajo por encima de los deseos de bienestar personal y de control fáustico sobre los recursos del planeta. Algo parecido a la vieja consigna que decía: ‘cambiemos algo para que todo permanezca igual’.
Pero no nos engañemos, las transformaciones que necesita este estado de cosas no tendrán lugar como parte de una ‘ética de la autocontención’. El giro sobre nuestro modus vivendi implica un conjunto de mutaciones sociales y personales que duelen, y duelen mucho. No insisto más, pero déjenme terminar con una pregunta que me parece obvia: ¿por qué debemos albergar la esperanza en una revolución tal si, al mismo tiempo, somos como niños (fáciles de engañar), consumistas compulsivos y caprichosos?
(*) Carlos Pulido es militante del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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