Francisco Javier González / Artículos de opinión.- De niño me pasé, como media Laguna, unos cuantos años en el Colegio Nava-La Salle. Un amigo de mi padre, Espinosa, maestro represaliado por su anterior opción político/sindical, le decía que la enseñanza de las escuelas estatales de esa postguerra plomiza, con maestros de los de pistola al cinto como mérito relevante para la oposición, o con profesionales, buenos, pero silenciados y medrosos ante el predominio de los detentadores de enyugados cangrejos flecheados bordados en el azul mahón de sus camisas, era más castradora y alienante que la de los lasalianos “baberos”. Además era amigo del Hermano Ramón Padilla, un gomero de reconocida bonhomía. Había también, para su decisión, otra razón sentimental: mi padre había sido de los primeros beneficiarios de la enseñanza gratuita que estableció la viuda de Fernando de Nava y Grimón para, según su testamento y en recuerdo de su marido, fundar en la casona de la aguerense Calle de la Carrera “unas escuelas genuinamente católicas, para educación de los niños de la clase obrera y proletaria de su término municipal..." (El analfabetismo en Tenerife ese año de 1916 alcanzaba al 76% de la población, que se elevaba al casi 90 entre las clases populares). Por eso fui, justo cuando los nazis acababan de perder su guerra y Franco su apoyo, al Colegio de los Hermanos que ya, salvo la gratuita clase del Hermano Ramón, había perdido el propósito original. Es cierto que eso no me salvó del “Caralsol” en el patio, brazo en alto a la matutina izada de la bandera con su gallinácea al centro, ni del “Isabel y Fernando, el espíritu impera...” de la sesión de tarde, ni de las misas dominicales en latín, en fila y pasando lista, pero ese era el protocolo obligado de todas las escuelas estatales o religiosas. En la mía, añadir el “Tantum ergum” de la tarde los jueves, también en latín y que, a decir verdad, me gustaba cantar a pesar de mis escasas dotes para ello.
Por estos días postreros del año llegaban la Navidad y los Reyes. Eso, como el Cristo, eran palabras mayores. La mayoría de las casas entre rurales y artesanas laguneras tenían un traspatio –lo llamábamos “huerta” y hoy no llegaría siquiera a jardín- donde se criaban gallinas, palomas, conejos y, en muchas, un cochino (no es de extrañar este hábitat urbano de los animalitos si al palacio del Obispo le llegaban los efluvios de la vaquería de D. Juan Núñez que estaba frente por frente). La matazón del cochino, barrunto festero ya, era en la primera quincena de diciembre. Del de mi casa se encargaba Guillermo Carrión, reputado matarife, y de la salazón, adobo, morcillas y demás preparos mi madre. Eso y una gallina reservada para la fecha, un cherne, vino del norte tinerfeño, Orange Crush, pasas, almendras palmeras, higos pasados herreños y dulces caseros eran la columna vertebral de las fiestas a la que colaboraba algunos turrones y peladillas conseguidas vía cambullón porque no entraban en la “cartilla” del racionamiento. En mi casa, cena con las dos abuelas mientras en la calle sonaban las voces del Orfeón La Paz y las cuerdas de las parrandas cantando “Lo Divino” y otros villancicos dirigiéndose a la Misa del Gallo de la Concepción. Nadie vestido de encarnado con barbas postizas de reclamo en las puertas de los grandes almacenes porque el tal Papá Noel era un perfecto desconocido y no había ningún gran almacén foráneo extrayendo beneficios de esta tierra expoliada.
Ya para el Fin de Año, menos importante salvo por el baile, quedaba la demasía navideña, más una botella de sidra que los pequeños no catábamos. Seguíamos con el Orange Crush. En Reyes, nuestra gran ilusión infantil, puñado de hierba y vaso de agua para los camellos, platito de pasas y almendras y una copa de anís o mistela para los Magos de Oriente se veían recompensados con colorines, creyones, cuentos, ropa y, siempre, algún juguete. El mío inolvidable fue un camión de madera, grande de verdad, con “manejo” desde lo alto con un volante, construido –mucho después lo supe- por mi tío Vicente Acuña, carpintero de profesión, a poco de ser liberado del campo de concentración de Gando.
Años más tarde, con el devenir lógico que mi propia trayectoria vital ha definido, aceptando y entendiendo que cualquiera puede creer en el Dios que más le plazca o en ninguno, y aunque piense que “ni en Dioses, Reyes ni Tribunos, está el Supremo Salvador”, (a estas alturas, Reyes, ni los de la baraja), las vivencias de las muchas fiestas pasadas, familiares por su propia naturaleza, no me cabe duda de que, como se nos enseñaba en aquellos años infantiles de los Sacramentos, “imprimen carácter”, y que por su propio estilo tienen para mi una importancia que no tiene nada que ver en absoluto con su carácter sacro, laico o pagano, que me es igual.
Hoy, Navidades y Reyes son, desde luego, otra historia. Marcadas por una nueva Religión, la del consumo desaforado, por derroches de luz y sonido, miríadas y miríadas de árboles con bolas y luces, ejércitos enteros de papasnoeles albirojos, todo ha cambiado salvo la mirada ilusionada de los niños ante las cabalgatas de Reyes en las que ya no hace falta tiznarle la cara a ningún Rey de fantasía. Camellos pocos quedan. Se fueron junto con la agricultura. Pero, lo cierto, es que llegados estos días siento el impulso, tal vez irracional y producto de una herencia cultural que no pretendo negar, de desearles a todos mis amigos: ¡FELICES FIESTAS! Y me da lo mismo que celebren la Navidad, el Solsticio o, con retraso, el Ramadán.
Para el próximo año: Deseos de que todos mantengamos la conciencia de que vivimos en un planeta que está muy lejos de alcanzar el viejo sueño de LIBERTAD, IGUALDAD y FRATERNIDAD, en que los hombres no exploten a los hombres y que la garra expoliadora del feroz e injusto capitalismo tenga su freno por la voluntad de lucha de los explotados. Para esta pequeña parcela del mismo que es Canarias, le pido, no a los Reyes de Oriente sino a nuestra propia conciencia, que luchemos para barrer el caciquismo, el nepotismo y la corrupción y avancemos hacia una Patria liberada. ¡SALUD PARA TODOS!
Francisco Javier González
Canarias, diciembre de 2009
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