Samir Delgado * / Artículos de opinión.- Casi siempre nadie llega a tiempo para las lecturas poéticas de nuestros autores mayores, parece un tic nervioso que afecta al común de la ciudadanía, ¿para qué poetas en tiempos de crisis? cabría preguntarse en esta recién estrenada luna septembrina sobre la calle comercial de La Carrera atestada de transeúntes sin rostro, y es que estaba el queso bien redondo irradiando su concatenación de sucesos paralelos, desde los balcones nocturnos de Guerea pasaban las horas, "había rumor de universo" como dijera el poeta en una sala San Borondón a media luz y casi empetada.
Allí estaba Don Arturo a solas, como siempre solitario hasta en lugares cerrados, rodeado de libros suyos y con el micrófono del Centro de la Cultura Popular Canaria enchufado a toda mecha. Sus palabras resonaban con el eco de su resplandor añejo, la voz cascada de bien atrás, recitaba sus confesiones con la tibieza de un abuelo y la intimidad susurrante de un bate afectado por los achuchones crónicos de la melancolía. Yo lo conocí hace poco, más bien hace nada, bajando a ciento diez kilómetros por hora en la autopista de Santa Cruz para cumplir en un homenaje a Pedro Lezcano, otro compañero canarión que junto a Manolo Padorno representan a la espina dorsal de una generación que se nos va marchando a vuela pluma, de sopetón y sin avisar, aumentando con sus vacantes el proceso de desertización de la memoria que no tiene aún intereses en bolsa para las industrias farmacéuticas.
Pero al escucharle nos parece que lo conocemos de siempre, sus años enraizados en la ciudad lagunera le echan un aire de contundente vecindad, de cercanía contagiosa muy alejada de la aureola intelectualoide que otros acostumbran a exhibir con trajes de catedrático y puros habaneros recién prendidos en las inmediaciones del Ateneo. Hasta los bustos petrificados de los románticos Manuel Verdugo y Antonio Zerolo deben sentirse convidados a la palabra cuando Don Arturo pasa frente a ellos, como perpetuando un guiño de complicidad entre quienes se han echado a la espalda todo el peso de las cuatro esquinas que bordean la vega, quienes recuentan las campanadas en las horas de siesta y andan desvelados entre las callejuelas kilométricas de este lugar que podría haber sido cualquier otro, tal vez algún rincón perdido de la toscana italiana o un pueblecillo de provincias en la península portuguesa.
En estos tiempos de competitividad salvaje, donde nadamos a la deriva empujados por la maquinaria del turismo masivo y las trifulcas políticas infantiles que siguen amenazando con la absurda balcanización del archipiélago, precisamente la biografía de Maccanti desvela la intrascendencia del rincón natalicio, igual da una isla que otra para un poeta que sin afiliarse jamás a ningún dogma escolástico se nos muestra tremendamente insular, volcado hacia el mar de una vez y a la otra de pronto metido en los habitáculos de su interior, cantando por la misma su infancia de salitre en Las Canteras y luego la madurez lírica de un Teide enervado sobre la necrópolis de Guerea, por suerte cada vez más adoquinada frente a la dictadura ensordecedora del tráfico motorizado.
Y es que esta noche, nos recordó Don Arturo que hubo un tiempo en que nacían charcos por la Plaza de arriba, olía a frutas maduras en la recova de toda la vida y daba gusto salir al encuentro de una ciudad ahora irreconocible hasta en su esencia más otoñal, con unos colegios mayores deshabitados en vacaciones y tan siquiera un cine a donde ir las parejas para asomarse al mundo cogidos de la mano. En fin, ya lo verán ustedes mismos la próxima vez, no lleguen tarde para conocer más noticias de Guerea.
strong>Samir Delgado
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