Agapito de Cruz Franco / Artículos de opinión.- Las residencias comunitarias para la tercera edad, o mejor, de mayores, porque reducir la vida a tres períodos biológicos es un sinsentido, son una necesidad a la que se recurre cada vez más. Están hechas -si son como deben ser y no sucedáneos religiosos o centros donde aparcar personas- para que la vejez, que necesita de cuidados especiales, trascurra en unas condiciones de calidad humana que no se dan en otras circunstancias. Y más, tras el cambio producido en las sociedades postindustriales, donde el mundo laboral y las nuevas formas de familia han acabado con las viejas estructuras.
Cierto que cuando se plantea la decisión en el seno familiar aparecen los fantasmas de 2000 años de familiar nuclear pagana, o mejor, romana, y que algunos erróneamente llaman cristiana, cuando el modelo de familia cristiana es precisamente la vida en comunidad. La familia -cómo célula básica de nuestra sociedad- no tiene nada que ver con el esquema padre, madre e hijos. Esa es una de ellas que convive con muchas más como la monoparental, la comunitaria, la matriarcal -que en el caso por ejemplo de Canarias tiene unos antecedentes aborígenes claros- la individual, la de en pareja etc. y sin que los sexos marquen una condición sine qua non para su configuración.
La educación -la mala educación-, ha hecho que al abordar la estancia de los mayores en una residencia, aparezca en algunos casos el síndrome del “abandono”. Paradójicamente ese síndrome no aparece en otras etapas de la vida en las que se da un contexto similar, como la infancia o la adolescencia cuando –y sin que ello suponga desarraigo alguno- al niño o al joven se le retira del núcleo familiar para pasar a otros estadios como colegios internos, residencias de estudiantes etc. Por no hablar cuando a los 18 años surgen los deseos de independencia que abocan de forma natural a la formación de una nueva familia. Estas reacciones psicológicas contradictorias, seguramente tienen mucho que ver con esa castrante educación que ha propagado tantos falsos valores.
Cierto que no hay como “la casa de uno”, pero es que la vida es un camino que requiere de muchas “casas de uno”.Y la lógica adaptación a nuevas situaciones. Según las circunstancias, los momentos y los condicionantes de cada período. Y más cuando la “casa de uno” está muchas veces sólo en la cabeza de uno. Hay una cultura -una farsa- de lo definitivo, como si nuestro viaje por la Tierra fuera eterno y por tanto eterna y definitiva la familia originaria.
No quiere eso decir, que en el marco de la familia, se encuentre también ese atardecer en comunidad que sí se da en las residencias de mayores bien diseñadas. Y que el abuelo y la abuela tengan posibilidades tanto por la estructura familiar de los hijos e hijas o porque la ausencia de enfermedades y postración grave lo hagan viable. Y digo hijos e hijas, porque esa educación cavernaria y retrógrada que cuando habla de las residencias de mayores lo hace como fatalidad ineludible, también pontifica de manera machista que deben ser las hijas o las nueras las responsables del cuidado de los mayores. En definitiva, lo mejor para los ancianos puede ser el propio hogar o la residencia. En igual de condiciones tanto uno como la otra. Las circunstancias y sus deseos determinarán en cada caso cuál. Sin desmerecer a ninguna. Y menos la vida en comunidad. Porque, sin embargo, sí que supone un caso claro de abandono, la anacrónica creencia colectiva que determina que los ancianos, aún con enfermedades graves, deben empezar un recorrido de casa en casa por temporadas, como tributo a la familia tradicional. Costumbre que muchas veces se transforma en un calvario para los mayores al no poder adaptarse, o adaptarse constante y variadamente, a los diversos núcleos familiares.
Otra cosa es que haya que seguir potenciando residencias bien estructuradas, con una red de actividades acordes con la edad y todos los servicios cubiertos, o que el contacto entre los familiares y aquellas haya que hacerlo más fluido, o que el presupuesto económico de las familias no pueda asumir unos gastos que ante la especial atención que muchas veces se requiere suelen ser altos. Pero para eso está el Estado y las políticas sociales de los partidos, que deben apostar por este modelo de residencia digna y competente y que vendría a completar esa Ley de Dependencia ya en vigor. Y la propia familia de los mayores, la cual tiene que seguir enganchada umbilicalmente a estas comunidades del atardecer, donde el ritmo de la vida se vuelve lento y el tiempo tiene otro valor.
Agapito de Cruz Franco
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