Julián Ayala Armas / Artículos de opninión.- Los Amigos de la República me han pedido que diga unas palabras en honor de Agustín Padilla, de nuestro amigo Agustín, compañero de tantas empresas conjuntas y de tantos recuerdos compartidos. Una de esas empresas y recuerdos es ésta que estamos celebrando esta noche, los encuentros republicanos del 14 de Abril, de los que fue fundador y que hoy continúan algunos de los que empezaron con él hace treinta años.
A la hora de iniciar estas líneas me encontré con un gran obstáculo, pues si la vida de cualquier persona es como un calidoscopio en movimiento, en el que se combinan multitud de situaciones, rasgos de carácter, peripecias y otras facetas tan diversas, que hacen muy difícil seleccionar entre ellas las que mejor puedan representarla, la dificultad se agranda cuando se trata de una persona como Agustín, tan llena de vida, tan llena de afectos, de solidaridades, tan llena de buen hacer profesional, de buen querer humano, tan llena de sentido ético y, sobre todo, tan llena de humor, de sonrisas cómplices y de risas sonoras o en sordina, como estallaron tantas veces aquí, en este salón donde esta noche le recordamos.
La vida es o puede ser muchas cosas. Esa sucesión de horas y minutos, días y años por la que transitamos da ocasión, al que goce de buen humor, para el despliegue de toda una panoplia de risas. No nos cambia el tiempo, que es tan sólo un escenario, sino la risa que es nuestra manifestación vital más compendiada. De la risa rumorosa, inocente y sin motivo del niño, se pasa a la carcajada despreocupada e inmortal del joven, que los que aspiran a colmar en su vida los límites de lo posible intentan, en la edad adulta, reconvertir en la sabia sonrisa del carpe diem, la sonrisa del que sabe aprovechar los buenos momentos de la vida, siendo consciente al mismo tiempo, de que el destino suele cobrarnos muchos males por los escasos tiempos de felicidad que nos aporta.
Agustín era un “vividor” (entre comillas, entiéndanme), era un hombre que no sólo sabía vivir, sino que sabía también que reír es vivir, que se vive más plenamente cuando más se ríe, y para que la vida no le cogiera con las defensas bajas, como suele sorprendernos a todos tantas veces, se entrenaba diariamente en el buen humor, en la alegría, a sabiendas – y por desgracia él lo supo demasiado bien – que siempre, incluso en los mejores momentos, nos acecha la sombra de la malaventura, que detrás de cualquier esquina de la vida nos aguardan la desgracia, la enfermedad y la muerte para cobrarse en daño los momentos risueños que hayamos tenido.
Agustín apuró esa copa hasta el final. Los altibajos de su larga enfermedad le dieron ocasión para sobreponerse a sí mismo. No sé si con su fe en la vida y con su humor intentó autoengañarse, pero lo que no me cabe duda es que nos engañó muchas veces a sus familiares y amigos, a los que estábamos atentos – de cerca o de más lejos – a la marcha de su enfermedad. Fue su última demostración de solidaridad: hacernos olvidar la gravedad de su estado, la inminencia de su pérdida. Fue también su última lección de valentía.
Porque Agustín fue un hombre valiente. Lo fue para darle bofetadas de humor a la desgracia postrera y lo fue también para seguir la senda de coherencia y rectitud política que le llevó a dedicar su vida a la defensa de los derechos de los demás, a la defensa de los trabajadores y trabajadoras, convirtiéndose en uno de los mejores abogados laboralistas de Canarias. En este aspecto su vida ilustra la parábola del “buen traidor”, la del que deja a un lado sus intereses de clase – él, como la mayoría de nosotros, era un burgués desclasado – para dedicarse al servicio de los otros, de la otra clase, la de los obreros y los trabajadores manuales, la sal del mundo.
No es fácil en estos tiempos ser honesto y coherente con esta forma de entender la vida, y estoy seguro que Agustín tuvo vacilaciones, que dudó, que se preguntó más de una vez si estaba haciendo lo correcto. Con su saber, con su conocimiento de la abogacía – y con mayor flexibilidad de escrúpulos –, Agustín pudo haberse enriquecido como tantos de sus colegas. Pero no lo hizo, y por ello sus posibles dudas y vacilaciones no serían sino una característica más de las que definen su ser de hombre cabal. En él se encarnó la ética republicana, racionalista, laica, solidaria y profundamente humana. Un ejemplo para todos nosotros y nosotras. Porque Agustín no fue un superhombre, los superhombres sólo existen en los mitos infantiles que ilustran los colorines y tebeos. Antes bien, era un hombre normal que superó sus debilidades cotidianas con el mismo valor con que intentó sobreponerse a los males de la enfermedad.
Y nada más. Es tópico en casos como éste pedir un minuto de silencio por la persona que estamos recordando. Pero no creo que sea apropiado solicitar silencio por Agustín, cuya bonhomía y cariño hacia los demás hemos querido traer hoy ante todos ustedes. Por eso, en vez de silencio vamos a pedir no un minuto sino un montón de minutos, distribuidos a lo largo de lo que nos queda de vida, para reír como rió Agustín, para tener el humor que tuvo él, para mantener el tipo hasta el último momento, para no rendirnos hasta el punto de adelantar el tiempo en que nuestra risa será una mueca congelada y sin alma.
Muchas gracias por su atención.
La Laguna, 14 de abril de 2009
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