Teodoro Santana * / Artículos de opinión.- Los gobiernos capitalistas de todo el mundo y, en especial, los de los grandes centros imperialistas de EEUU y Europa, intentan afrontar la recesión económica inyectando ingentes cantidades de dinero a las grandes corporaciones financieras e industriales. Sin embargo, comprueban para su asombro que tales medidas no dan resultado.
Viviendo de espaldas a Marx y a la ciencia durante siglo y medio, los burgueses y sus economistas han olvidado una cuestión básica: que no es lo mismo el dinero que el capital. Mientras que el dinero se puede imprimir -y eso, en definitiva, es lo que han estado haciendo-, los procesos de producción y reproducción de la riqueza se establecen sólo siguiendo leyes objetivas inflexibles.
Cuando entra en circulación, el dinero necesita revalorizarse. Invertir dinero para sacar la misma cantidad (o menos) no tiene sentido. Para valorizarse, es decir, para convertirse en capital, el dinero necesita incorporar la única mercancía que, al consumirse, genera más valor: el trabajo. Es lo que los economistas burgueses llaman “economía productiva”.
El problema viene cuando se necesita cada vez más capital, mayor tasa de plusvalía. Durante décadas, en lo que se ha llamado la “era Reagan” o “tatcherismo”, se ha recurrido a la vieja fórmula de la sobreexplotación del trabajo, bajando su precio (salarios) y aumentando su cantidad (jornadas más largas). Lo cual trae un efecto secundario indeseado: los asalariados tienen menos dinero para comprar. Y las mercancías que producen resultan inútiles si no pueden llegar a venderse, con lo cual el dinero invertido y valor añadido se reducen a cero.
Otro problema resultante es que, al haber obtenido más capital, éste, en la forma de un volumen mayor de dinero, necesita revalorizarse de nuevo en mayor proporción. La receta básica es volver a bajar salarios, prolongar la jornada aún más y recortar derechos. Pero esta fórmula tiene límites. Entre ellos la resistencia de los propios trabajadores a ser explotados hasta la extenuación sin ganar lo suficiente para subsistir.
Pero nuestros inteligentes capitalistas no se van a dejar desalentar por una minucia como esa. Y recurren a otra receta que “nunca falla”: la especulación pura y simple. Es decir, adquirir ciertas cosas (”activos”, en la terminología al uso) y subirle el precio porque sí, con lo cual obtienen un beneficio rápido y fácil. Es lo que ha pasado, por ejemplo, con el mercado inmobiliario, los hedge funds, las hipotecas subprime y toda esa parafernalia de activos tóxicos.
Viviendo al día, y bajo el lema de “piña asada, piña mamada”, los capitalistas olvidaron otro principio básico: que no es lo mismo precio que valor. Suponer que los beneficios se pueden obtener indefinidamente de un recargo sobre los precios es pensar que puede eternizarse una clase social que compra sin vender (consume sin producir), a cuyas manos acude constantemente el dinero gratis.
O sea, la famosa “burbuja”. Esto es, una auténtica estafa piramidal en la que el dinero llega solo a unas pocas manos: las de los que están en el vértice de la pirámide. Cuando se pregunta a dónde han ido las ingentes cantidades de beneficios producidos todos estos años, es ahí donde hay que señalar.
Pero como las leyes económicas son objetivas e inexorable, los precios tienden a caer al nivel del valor de cada cosa. Y como, fruto de la sobreexplotación, la gente tiene cada vez menos dinero para consumir (como hemos vivido todos con la implantación del euro), catacrac: la crisis y la recesión.
¿Que solución proponen ahora capitalistas, gobiernos y economistas burgueses? Pues más de la misma medicina. Por un lado, más dinero para los capitalistas, lo que les obligará a valorizar un mayor volumen con la misma cantidad de trabajo (o menos, debido a los despidos). Trabajo que puede resultar inútil si las mercancías producidas no se venden. Y no se venderán si la inmensa mayoría (es decir, los asalariados) no tiene dinero para comprarla.
Por otro lado, aumentar la tasa de plusvalía con la sobreexplotación de los trabajadores: salarios más bajos, jornadas más largas y despidos más baratos. Esto es, reducir de nuevo el consumo. Y, por lo tanto, agravar aún más la crisis.
Evidentemente, ni se plantean justo lo contrario: hacer que el dinero llegue a los consumidores, para estimular la demanda y elevar así la producción, reactivando la economía. Lo que supone aumentar los salarios y las prestaciones por desempleo y garantizar una renta básica de supervivencia universal. Una solución “demasiado comunista” incluso para los gobiernos socialdemócratas.
Como explicaba Marx, el ideal de todo capitalista es pagar salarios lo más bajos posible y que los demás capitalistas, en cambio, paguen altos salarios a sus obreros, de forma que estos sí tengan dinero para comprarle a él las mercancía que su empresa produce.
Lo que a día de hoy viene a suponer que, tras las patéticas llamadas a la “confianza”, el capitalismo no sabe y no puede salir de la depresión en que está metido. Esto es, no puede salir como capitalismo. El paso al socialismo, por lo tanto, está a la orden del día.
(*) Teodoro Santana es militante Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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