Carlos Pulido / Artículos de opinión.- Eso de que la democracia es 'el poder de, por y para el pueblo' cada día suena más a ilusión. Afirmar que, en democracia, la voluntad y los intereses (que rara vez coinciden) de la mayoría determinan las decisiones estatales, es puro desvarío. La democracia -tal y como se usa este término hoy- es, sobre todo, un legalismo formal, la adhesión incondicional a un cierto juego de reglas formales que garanticen que los antagonismos quedan absorbidos dentro del juego. Y es que hay palabras que son falsas como monedas de latón, y tampoco es cuestión de confundir la ideología gobernante con la ideología que parece dominar; pues por ese camino uno termina creyéndose la ilusión última de la democracia (precisamente donde las 'limitaciones' llegan a ser verdaderamente tangibles), y que no es otra que puede hacer la revolución social, sin dolor, por medios pacíficos, simplemente ganando las elecciones. Podríamos llamarla la ilusión 'formalista', ya que se abstrae de la estructura concreta de las relaciones sociales dentro de la cual la 'forma democrática' funciona. En fin, que me viene a la memoria una vieja lección marxista: el problema de la democracia no tiene que ver con la democracia, sino el hecho de que una forma de poder estatal implique ciertas relaciones de producción.
Debe ser que este capitalismo global parece el 'único toro que hay en la plaza', pues la izquierda realmente existente sigue el doble juego de prometer a los trabajadores el máximo posible de Estado de Bienestar, y a los explotadores el pleno respeto a las reglas del juego (capitalista), y las firmes censuras a las demandas 'irracionales' de los trabajadores; y es que ya casi nadie considera seriamente alternativas posibles al capitalismo. Mientras la imaginación popular es acosada por visiones cinematográficas del inminente 'colapso de la naturaleza', del cese de toda la vida en el planeta, parece más fácil imaginar el fin del mundo que un cambio más modesto en el modo de producción.
Todo esto es sólo una muestra más del posmoderno desprecio hacia las grandes causas ideológicas y la noción de que en vez de intentar cambiar el mundo, deberíamos renovarnos personalmente mediante la adscripción a nuevas formas de actividad subjetiva, sea esta espiritual, estética, sexual, etc. Ante argumentos de este tipo, uno no puede más que recordar las viejas lecciones de teoría crítica: cuando tratamos de preservar la esfera íntima de la privacidad contra la violencia 'alienante' de los asuntos públicos, es la propia privacidad la que se pierde. Retirarse hacia asuntos privados significa hoy adoptar formas publicitadas por la industria cultural contemporánea. Desde tomar clases de enriquecimiento espiritual a apuntarse a un gimnasio 'body building'. El último capítulo de esta reclusión en la privacidad es la confesión pública de los secretos íntimos en los shows de televisión. Contra este tipo de privacidad, el único modo de saltarse las restricciones de la vida pública 'alienada' es inventar una nueva colectividad.
Sin embargo, tengo la impresión que esa nueva sociedad necesita un gesto elemental de politización, discernible en todos los grandes acontecimientos democráticos, desde la Revolución Francesa (en la que el 'tercer estado' se proclamó idéntico a la Nación como tal, en contra de la aristocracia y el clero), al fallecimiento del ex-socialismo del este europeo (en que los 'foros disidentes' se proclamaron representantes de la sociedad entera en contra de la nomenklatura del Partido). En este sentido es donde política y democracia vuelven a ser sinónimos.
En fin, que necesitamos una lógica diferente de compromiso colectivo, de compromiso ético, con nosotros mismos y con nuestra sociedad. ¿Dónde encontrarla? ¿Cuál es la solución? Me gustaría poder desarrollarlo ahora, pero este texto debe terminar aquí.
(*) Carlos Pulido es militante del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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