Carlos Pulido / Artículos de opinión.- Hoy la cultura no busca ninguna verdad, sino abrochar al planeta con la obscena botonadura de un bienestar de pacotilla. No importan las ideas que movían al mundo y que ahora han sido cambiadas por un paisaje enfermo de óxido y de bombas a destajo. Los viejos argumentos de clase desaparecen en los argumentos doctrinarios de los nuevos amos del planeta, y si antes bastaba una gorra para identificar a los colegas de clase ahora ya no se identifican con esa semiótica textil, pero siguen existiendo esos colegas de clase, digan lo que digan los predicadores de lo efímero. No hay cultura inocente, ni neutral, ni equidistante. O se está de un lado o de otro. En lo dinámico y transformador o en una quietud de lagarto tostado al sol. O en el lado a cobijo de las tormentas o en el que se arriesga bajo la intemperie.
En esta sociedad alimentada por la estupidez la cultura se decanta por la superficialidad, por el discurrir tranquilo de las sobremesas o el sueño, por el reality-show ofrecido en vivo y en directo, como si no existiera entre esa imagen y quien la recibe un intermediario perverso que vela por sus propios intereses. Y así vamos tirando, en un camino que no lleva a ninguna parte.
Las culturas, como las personas, también se curten abriendo brechas -permítanme el tópico- entre la civilización y la barbarie. No hay cultura que valga si no es así: abrir espacios para el debate, invitar a compartir la intemperie y el riesgo de las tempestades en vez de los días de sol y dejar a la bestia pudriéndose como los higos secos en el cañizo de su autoritarismo irracional. Más de una vez los canallas de siempre han roto la cabeza del poeta. La república de ciudadanos libres no existe. Ya nos gustaría. Mucho hablar de democracia cuando ésta es impensable sin que el ciudadano se erija en protagonista de la historia, de la política, de su propio relato biográfico individual o colectivo; y hoy tenemos en este país de todo menos ciudadanos y ciudadanas libres en término de igualdad. La cultura de esta democracia no aumenta la felicidad, sino que la constriñe en un mapa de valores que duran de hoy para mañana, menos los hipotecarios, que empiezan a durar toda una vida y la de nuestros descendientes.
No resulta fácil la tarea cultural en un mundo tan largo y tan ancho que se resume en un telediario. Salir de la caja tonta que iguala el dolor planetario al espectáculo es casi temerario. Quizás sea mejor quedarnos en casa rumiando esa tristeza irremediable, hurgando en los cajones del desencanto y firmando tratados con la infelicidad. O tal vez no. Quizás haya otras salidas que nos ayuden a mirar lo que hay afuera y presentarnos allí como el invitado a una fiesta que también es la suya. Tal vez más suya que de los dueños de la casa.
En nuestro más inmediato presente, la hegemonía de la globalización neoliberal de las últimas décadas se ha caracterizado por el crecimiento de las desigualdades económicas, sociales y culturales y por el incremento de la vulnerabilidad social. Tenemos ante nosotros un espacio de condiciones laborales muy precario, y que también lo es en otros aspectos de la condición ciudadana; desde la hegemonía de la insignificancia cultural hasta la reducción de los mecanismos de la participación política a su simple simulacro formal. El pensamiento único, que le llaman, y que no es más que un modelo que implica una suerte de pensamiento que busca acabar con la posibilidad misma del pensamiento.
Todo esto apesta a un nuevo totalitarismo social, laboral, cultural y político. No se trata tanto de un régimen político sino de un régimen social y de civilización. Una especie de fascismo que no sacrifica la democracia en el altar de las exigencias del capital, sino que la fomenta hasta el punto de que ya no es necesario, ni conveniente, sacrificarla para promover el capitalismo. Y no tenemos que ir muy lejos para comprobar la estrecha vinculación entre crecimiento económico capitalista, perversión en el uso de nuestra cultura, destrucción -casi irreversible en lo ecológico- del territorio y desmovilización de la participación democrática de la ciudadanía. Lo que se pretende, en suma, es convertir todos los productos, todos los espacios y todas las actividades humanas en mercancías, acompañado de un recorte en los derechos básicos de la ciudadanía, de la manipulación sistemática de la información y de la degradación, bajo el criterio totalitario del beneficio privado, del hábitat real.
Apostemos, entonces, por la cultura social, comprometida localmente con la transformación global del modelo neoliberal dominante. Una cultura que haga posible nuestra condición ciudadana y el ejercicio efectivo de la participación. Una cultura que democratice el acceso a los bienes culturales y que busque su redistribución de modo igualitario entre los sectores más necesitados, desde la escala más básica y cotidiana. Esta es, en definitiva, la condición necesaria para garantizar procesos emancipatorios dirigidos hacia la igualdad social, hacia la cultura de la libertad igualitaria.
(*) Carlos Pulido es miembro del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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