Pedro Brenes * / Artículos de opinión.- Tal como se preveía, la cumbre del G-20 en Washington no ha sido capaz de alcanzar ningún acuerdo concreto para enfrentar la crisis de las economías imperialistas euronorteamericanas, que ya han entrado en recesión convirtiéndose en un lastre que afecta a toda la economía mundial.
Como era de esperar, el presidente norteamericano saliente se ha resistido a cualquier medida que cuestione los principios del neoliberalismo y de la supremacía absoluta de la iniciativa privada y de la libertad empresarial. Pero, a pesar de esta obcecada posición de defensa de una teoría política y económica fracasada, Bush se ha visto obligado a aceptar en la Declaración de la Cumbre referencias a “Los responsables políticos, los reguladores y los supervisores de algunos países avanzados” como culpables de la anarquía de los mercados financieros que provocó la crisis de liquidez y de crédito, primer episodio de la gran crisis económica que, a pesar de las “inyecciones” de dinero público, continúa su desarrollo imparable, primero con la caída estrepitosa de los mercados de valores y, ahora, con la temida y anunciada “traslación a la economía real” con el aumento del desempleo, el descenso del consumo y la recesión.
Resulta evidente, al leer la referida Declaración de la Cumbre, el carácter transaccional de este documento, donde tanto las reticencias norteamericanas como las pretensiones europeas y las exigencias de los “emergentes” quedan de alguna manera recogidas. Pues aunque cada grupo de países necesitaba dejar constancia de sus posiciones y sus divergencias, todos coinciden en que el único objetivo práctico de esta cumbre era la de transmitir a los “mercados” la sensación de trabajo en equipo y de posibilidades de acuerdo de las mayores economías para enfrentar la actual situación.
Todo queda pendiente para dentro de cuatro meses cuando se vuelvan a reunir, probablemente en Londres. Para entonces ya estará plenamente instalada la nueva administración de Obama que, aunque no estuvo presente en la Cumbre, ya adelanta que es necesario implementar “incentivos fiscales” (entiéndase reducción de impuestos a las empresas) para reanimar la economía.
Sin embargo, poco a poco, se va imponiendo la verdad ineludible de que el fondo, el origen y la causa de la crisis reside en la propia esencia de la economía capitalista de “libre mercado” y que, por consiguiente, no existe otra salida para la recesión y sus terribles consecuencias que la inversión pública en infraestructuras y en políticas sociales que aumenten la capacidad de consumo de la población, frenen la caída del empleo, hagan remontar la producción y se reinicie, de esta manera, la dinámica de crecimiento económico.
Pero estas medidas y estas políticas son justamente la antítesis y la negación de la ideología y de la práctica del neoliberalismo capitalista, que predica la “sabiduría de los mercados” para “regular” los procesos económicos. Y significa también el reconocimiento del fracaso de las políticas de privatización salvaje y de destrucción de los sistemas de protección social inducidos por el imperialismo, a través de las instrucciones del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, a muchos países de todo el Mundo.
Pero lo cierto es que, hasta ahora, lo único que ha dado ánimos y confianza a las bolsas de valores ha sido el anuncio del gobierno chino de un grandioso plan de inversión pública en infraestructuras, educación y sanidad, y en las labores de reconstrucción de las zonas devastadas por el último terremoto. Todo ello con la intención de estimular el consumo interno como alternativa a la exportación hacia los Estados Unidos y Europa, mercados cuya capacidad de consumo se reduce rápidamente.
Ante esto, el propio equipo de asesores del nuevo presidente norteamericano, está ya proponiendo un plan de inversiones públicas en infraestructuras, que buena falta les hace a las carreteras, ferrocarriles y puentes de los Estados Unidos después de décadas de abandono y deterioro.
También aparece en el documento la intención de reformar las instituciones financieras internacionales: “nos comprometemos a avanzar en la reforma de las instituciones surgidas de Bretton Woods para que puedan reflejar más adecuadamente el peso económico cambiante (de las naciones) en la economía mundial al objeto de reforzar su legitimidad y su eficacia. A este respecto, las economías emergentes y en vías de desarrollo, incluídos los países más pobres, deberían tener una voz y una representación mayores”. Como puede verse, a pesar de su ambiguedad, este párrafo de la Declaración abre la vía a la incorporación de las nuevas potencias económicas en el control del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. De hecho ya han presentado sus ofertas de participación, con aportaciones muy importantes al FMI, algunos países como Japón, China y Arabia Saudí.
Naturalmente, exigen a cambio una mayor capacidad de decisión que pondría freno a los abusos que el control imperialista de estas instituciones ha permitido durante decenios. Esto crea una gran resistencia por parte de Bush y probablemente también del nuevo presidente de los Estados Unidos.
Y, por último, en esta larga y prolija relación de buenas intenciones, los países más perjudicados por las subvenciones a las exportaciones agrícolas tanto de Europa como de Norteamérica, han logrado introducir el compromiso de “alcanzar un acuerdo este mismo año en relación con la Agenda para el Desarrollo de Doha, de la OMC, tratando de lograr unos ambiciosos y equilibrados resultados.”
Como puede verse, una vez más bonitas promesas de resolver el tremendo problema, que durante muchos años no se ha podido desbloquear, de un intercambio comercial justo y equitativo entre los centros imperialistas euronorteamericanos y el resto del mundo.
En cualquier caso, no deberíamos hacernos demasiadas ilusiones. Aunque es posible que la reunión de Washington, y la próxima de Londres, inauguren un proceso y un método de consultas periódicas regulares entre las grandes economías, rompiendo hasta cierto punto la tendencia unilateralista imperante hasta ahora, las profundas contradicciones inherentes al sistema capitalista en su fase imperialista terminal, no podrán resolverse por medio de negociaciones de alto nivel.
Sólo las movilizaciones populares exigiendo inversión pública productiva para la creación de empleo, y por la mejora sustancial de la protección y las prestaciones sociales, podrá obligar a los Estados capitalistas a recortar los enormes beneficios de la burguesía financiera oligárquica, y arrancar a los gobiernos defensores de los intereses de los monopolios, las necesarias mejoras de los servicios públicos de educación, sanidad, vivienda e infraestructuras de transporte y comunicaciones, que eleven la calidad de vida de los trabajadores y sus familias y, al mismo tiempo, creen nuevos puestos de trabajo que aumenten la capacidad de consumo de las clases populares para salir de la recesión económica, cuyas consecuencias las pagan siempre los más pobres, los parados y los jubilados.
(*) Pedro Brenes es miembro del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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