José Villalba Pérez* / Artículos de opinión.- La mayoría de las reflexiones que oímos sobre al crisis o se refieren a sus síntomas (burbuja hipotecaria, problemas de liquidez, desregulación,...) o, a sus causas últimas (el Capitalismo, las leyes cíclicas de al economía, la avaricia humana, etc.). Pienso que ninguno de estos enfoques nos están resultando suficientes para ayudar a situarnos ante lo que estamos viviendo, aparentemente, en tiempo real.
Esta crisis supone el fin de una etapa del capitalismo iniciada a principio de los setenta (pongamos, el 11 S de 1973) y que culmina a principios del S. XXI (pongamos 11 S de 2001, o nacimiento del euro, o la “Cumbre de las Azores”,… hay fechas donde elegir). Nos encontramos ante la crisis del capitalismo senil. Una crisis que revela el agotamiento del capitalismo como elemento vertebrador de la organización social, situándonos ante la disyuntiva que se lanzó en los años veinte del siglo pasado en centroeuropa: socialismo o barbarie. El desarrollo del propio sistema conduce a la barbarie, sólo desde la ruptura consciente con él –es decir, desde una intervención social conscientemente, desde la acción política- es posible construir sociedades verdaderamente democráticas y libres, al servicio del desarrollo de los seres humanos y no de los capitales.
El periodo que concluye con esta implosión del sistema financiero global, es el fin del intento neoliberal –tras el fracaso keynesiano del periodo 1945-1973- de superar una de las leyes intrínsecas al capitalismo, la ley de la tendencia decreciente de la tasa media de ganancia (Marx, con perdón) y que se encuentra en la base de la crisis de sobreproducción que estalla en los sesenta y en la que seguimos inmersos. “La tasa de ganancia declina como consecuencia del aumento de la composición técnica (ct: proporción de la maquinaria en relación a la mano de obra) y del incremento de la composición orgánica (co: proporción del capital constante en relación al variable) que genera la mecanización”. Simplificando, podríamos decir que llegado un momento, la mayor inversión productiva se traduce en una disminución de los beneficios.
Intentar sortear esta tendencia –recuperando los beneficios e intentando eliminar las crisis; había llegado “El fin de la Historia”, proclaman- es lo que hace el neoliberalismo como política que responde a los intereses de un capital financiero globalizado que no encuentra realización en la economía productiva, dando paso a la financiarización de la economía global donde lo rentable es comprar empresas para desguazarlas y venderlas obteniendo grandes plusvalías (años 80 y 90) para pasar después (finales de los 90) a obtener beneficios –cada vez mayores- de la mera venta de papeles. Nixon termina el 15 de agosto de 1971 con la convertibilidad del dólar en oro, abriendo paso al dominio del “papel dólar” -y del mundo financiero anglosajón- en la economía global. Podemos decir que la implosión es fruto del propio éxito del sistema: “la esfera financiera llegó a representar 250 billones de euros, o sea, 6 veces el montante de la riqueza global” (Ramonet).
La implosión del sistema financiero global abre un largo periodo de turbulencias y huracanes. Asistimos a una redistribución de la riqueza mundial y a un nuevo reordenamiento geopolítico global. Un proceso abierto, donde la recuperación del Estado no aparece, precisamente, diseñada como instrumento para la distribución social de la riqueza socialmente creada; sino como instrumento directo al servicio de cada una las fracciones “nacionales” de la oligarquía mundial en su lucha darwiniana por la supervivencia. Las medidas de salida de la crisis que los pirómanos reconvertidos en bomberos han puesto sobre al mesa apunta a que estamos ante una nueva vuelta de tuerca en el proceso de concentración económica, pero al mismo tiempo ante un nuevo reparto del poder global. Las llamadas a un traspaso de poder del G7 al G20, o a un nuevo sistema financiero internacional, aparecen como prolegómenos de un nuevo diseño del poder en un mundo multipolar. Está en cuestión la hegemonía que el Occidente Atlántico ha construido en más cinco siglos de expansión. El Atlántico está dejando de ser el eje de la economía global que se traslada al Pacífico. Estos cambios tectónicos llevan aparejado la agudización de los conflictos tanto intraestales, como regionales y globales; y ello en una época de la proliferación de las “armas de destrucción masiva” y, al mismo tiempo, de recorte de libertades, de la proliferación de medidas de control social (antiterroristas, antimigratorias,…), de recorte derechos en un clima de psicosis por la seguridad….
El neoliberalismo se declara mediáticamente muerto, pero las políticas para enfrentar las crisis a nivel interno que se propugnan en los distintos Estados siguen su senda: más liberalización del mercado laboral, más desregulación de servicios, límites al gasto público social, desmantelamiento fiscal del Estado. Ampliación de la jornada laboral e intento de hacer desaparecer el derecho laboral; aplicación de la Directiva Bolskestein y la imposición mediante sentencia del principio “país de origen”; reducciones salariales y eliminación de cláusulas de revisión salarial; salvamento de quiebras bancarias y ejecución de hipotecas no pagadas; reducciones de impuestos directos y aumento de impuestos indirectos; la bunkerización de la riqueza y legislaciones como la Directiva de la Vergüenza … en suma, estamos ante recetas que sólo delatan una nueva vuelta de tuerca en el proceso de concentración de la riqueza; de un traspaso de las rentas del trabajo a un número cada vez más reducido de detentadores del poder económico real, tanto en el ámbito más local como en el más global.
Esta crisis del capitalismo senil es, al mismo tiempo, la de un paradigma sobre la relación del hombre con la naturaleza que nace del occidente monoteísta; este paradigma permite el desarrollo del capitalismo y –ciertamente- de la humanidad, pero su propio éxito globalizado ha puesto a la civilización humana ante una grave crisis social, ecológica y climática que amenaza su propia existencia. La crisis de los recursos naturales (el petróleo, pero también los minerales estratégicos, los alimentos, el agua, etc.) es uno de los síntomas de la crisis de ese paradigma.
Estos elementos hacen que estemos ante una verdadera encrucijada civilizatoria, donde lo que se juega es avanzar un paso más hacia el abismo de la barbarie, o tomar la bifurcación que permita proseguir por el camino civilizatorio que define a la especie que se ha autoclasificado como hommo sapiens sapiens. Como afirma Carlos Taibo, “gobernantes y ciudadanos somos responsables por igual de un delicado desafuero: el que nos invita a colegir que es preferible construir el enésimo puente, o la enésima autopista, al lado de casa antes que pelear por vivificar nuestra relación con el medio ambiente o por mejorar el nivel de vida de los tres mil millones de seres humanos que disponen de menos de dos dólares diarios para salir adelante. La secuela mayor de ese malentendido no es otra que un dramático vacío: en los países ricos no se barrunta ninguna conciencia de que hay que reducir, significativamente, el consumo y optar por fórmulas de franco decrecimiento. Y es que hemos dejado atrás —aunque no queramos tomar nota de ello— todos los equilibrios elementales, como lo testimonia el progreso, sin frenos, de la huella ecológica. Hora es ésta de subrayar, eso sí, que lo del decrecimiento no implica en modo alguno hacer lo mismo pero en menor cantidad: reclama, antes bien, construir un mundo diferente asentado en el triunfo de la vida social frente a la propiedad y el consumo ilimitado, en la reducción de las dimensiones de infraestructuras y organizaciones, en la primacía de lo local sobre lo global, en el altruismo frente a la lógica de la competición y, en suma, en la sobriedad y la simplicidad voluntaria”.
* José Villalba Pérez. Pertenece al Secretariado Permanente de CGT Las Palmas y a la Coordinadora Sindical Canaria 19 de octubre de 2008
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