Pedro Brenes * / Artículos de opinión.- Llegaron a media mañana al taller, con sus portafolios bajo el brazo. Aunque no usaban corbata, no cabe duda de que iban muy elegantes. Preguntaron desde la puerta por el encargado y, entre el estrépito de las máquinas, uno de los obreros, más bien por señas, les indicó que arriba por aquella escalera, en el altillo donde estaba instalada la oficina, podrían encontrarlo.
Subieron algo inquietos por la estrecha, empinada e insegura escalerilla metálica y los trabajadores de la empresa, ocupado cada uno en lo suyo, se olvidaron de ellos hasta que, cosa de una hora más tarde, los vieron descender de la oficina acompañados del encargado y del patrón. Conversaban animadamente sonriendo muy amables y, entre bromas, se dirigieron hacia la entrada de la nave y salieron a la calle.
El más novelero del taller se alongó para ver qué hacían, e inmediatamente informó a toda la plantilla que habían entrado en el bar entre risas y palmaditas en la espalda. Todavía pasó un largo rato hasta que los vieron llegar de nuevo (el patrón y el encargado se habían quedado en el bar) diciendo que querían hablar con Ambrosio. Este individuo era el más odiado en la empresa. Egoísta, pelota y chivato, aunque los jefes lo despreciaban y humillaban con frecuencia, mantenía una estrecha y sumisa relación con ellos, a los que iba regularmente con los cuentos de todo lo que ocurría en la sala de máquinas, e informaba puntualmente de los comentarios y opiniones de cada empleado.
Luego de tener un breve aparte con él, se marcharon dejando en el Tablón de Anuncios la convocatoria oficial para celebrar elecciones sindicales en la empresa, en la que aparecía Ambrosio como único candidato por la Unión General de Trabajadores.
El día señalado para el sufragio, la mayoría de los trabajadores ni siquiera se acercó a la urna, pero los votos del encargado, las niñas de la oficina, el contable y el hermano del patrón que ejercía de comercial, fueron suficientes para proclamar al flamante Delegado Sindical.
De los casi quinientos obreros que trabajaban en la obra de la urbanización, en la que se estaban construyendo un millar de viviendas, más de trescientos acudieron a la Asamblea.
En los bajos de uno de los edificios en obras, entre montones de bloques y sacos de cemento, sobre un piso de tierra y cascotes, no había donde sentarse ni donde escribir. El abogado del sindicato sostenía a duras penas los papeles para levantar el acta, mientras los dos asesores sindicales intentaban, sin mucho éxito, poner un poco de orden y recababan silencio para empezar la Asamblea.
Era evidente que aquella multitud, con sus ropas de trabajo manchadas de hormigón y de yeso, y sus cascos multicolores de plástico, no estaba acostumbrada a este tipo de experiencias.
Les asombraba, ante todo, la insistencia de aquella gente en que debían asumir el protagonismo y tomar todas las decisiones. Les abrumaba la nueva responsabilidad que recaía sobre ellos.
Los sindicalistas se rompían la garganta intentando hacerse oír, repitiendo una y otra vez las consignas y la política de su organización: “¡La Asamblea es soberana!” “¡Nosotros haremos lo que ustedes decidan por mayoría!” “¡Estamos aquí como asesores no para tomar decisiones!” “¡Proponemos que el Comité sea elegido a mano alzada uno por uno, después de ser proclamados candidatos los compañeros que la mayoría considere los mejores”! “¡La Asamblea podrá revocarlos en cualquier momento!”
Los de las últimas filas, donde ya no se oía muy bien, planteaban dudas. “¿Esto es legal?” gritó uno en tono de franca desconfianza. “¿Y si después se venden como todos los demás, eh?” dijo otro con escepticismo experimentado. Las respuestas saltaron simultáneamente de los que estaban más cerca de ellos y de alguno de los más alejados. Hablaban y gritaban todos al mismo tiempo.
Estallaron diálogos aislados, se formaron corrillos y surgieron discusiones alteradas por todo el salón. Uno de los sindicalistas, desalentado y con la voz ronca por el esfuerzo, le comentó al otro al oído: “Esto se nos está yendo de las manos”.
Exasperado, su compañero avanzó a grandes pasos hasta la mitad del edificio y, desde allí gritó con todas sus fuerzas: “¡Lo que hay que hacer es elegir hoy a los que se considere más honrados y fiables y, si después se venden, se reúne la Asamblea otra vez y se les revoca para nombrar a otros, y se acabó, coño!”
“¿Y si después no quieren irse, eh?” insistió el escéptico. El rugido surgió espontáneamente de todo el local: “¡Pues se le obliga por la fuerza!” “¡Dos cachetones…!” “¡Que firmen la renuncia desde ahora, sin fecha!” “¿Y si no quieren, eh?”
Reuniendo toda la calma de que era capaz en aquel momento y la poca voz que le quedaba, el sindicalista explicó pacientemente que nadie se atrevería a negarse a renunciar si la Asamblea decidía revocarlo, que lo importante era mantener la unidad de todos los trabajadores en esto y en todos los problemas que pudieran surgir con la empresa.
Por fin se pudo dar comienzo formalmente a la reunión. Algunos de los candidatos proclamados se resistieron a aceptar. Humildes y vergonzosos repetían que había otros mejores para ocupar puestos en el Comité. Pero sus compañeros los convencieron con argumentos indiscutibles. Una tras otra se sucedían las intervenciones a su favor “Puede que haya otros más listos, pero tú tienes una palabra sola”, “siempre has sido un hombre honrado, nos podemos fiar de tí”, “sabemos que no te vas a vender”. Poco después, mientras los sindicalistas se mantenían al margen, quedaron proclamados todos los candidatos entre bromas y comentarios subidos de tono.
Se iniciaron las votaciones. “¡A ver, primer candidato para el Comité, que levanten el brazo los que estén a favor!”. Casi todos los trabajadores alzaron la mano. Los sindicalistas empezaron a contar. Al cabo de unos minutos, casi al mismo tiempo, los dos gritaron el resultado: “¡doscientos ochenta y cinco!” “¡Doscientos ochenta y tres!”
“¡Eso es que alguno bajó la mano antes de tiempo! exclamó desde el fondo una voz irritada. “¿Qué quieres…, si se me cansa el brazo?” le contestaron inmediatamente en el mismo tono. “¡Claro, y así no vamos a terminar más nunca!”
El abogado estaba a punto de perder los nervios. “¿Qué pongo en el Acta?” masculló entre dientes. Se reunieron los tres en un rincón. Uno de ellos, tras un profundo suspiro, propuso que se contaran los votos de un lado y de otro del local por separado, para después sumarlos.
Hubo que repetir la votación y el recuento. Siguiendo el nuevo método, se alcanzó al fin un resultado definitivo: doscientos ochenta y cinco votos a favor. Los demás candidatos fueron también elegidos por amplia mayoría. Cumplimentados y firmados los documentos, disuelta la Asamblea y ya más relajados, mientras volvían al trabajo todos comentaban entre risas las anécdotas de la nueva experiencia de la democracia obrera.
Pocas semanas después, varios miembros del Comité entraron en el local del sindicato. Pedían que se convocara otra Asamblea. El abogado les preguntó qué había pasado. Le contaron que a uno de los elegidos le habían sorprendido en conversaciones con el Jefe de Obra, que lo recibían con demasiada frecuencia en la oficina del contratista, y que le habían nombrado encargado sin tener merecimientos para ello. Estaban seguros de que se había convertido en confidente de la empresa.
“¿Y que opinan los demás compañeros?” les preguntó un sindicalista. “Todos pensamos lo mismo, queremos revocarlo”.
La segunda Asamblea se desarrolló de forma rápida y eficiente. Había seriedad y determinación en los rostros curtidos. La experiencia adquirida, la preocupación y la conciencia de su Poder como colectivo unido y responsable, creaban una atmósfera solemne.
Esta vez no se escucharon comentarios frívolos ni bromas, dominaban la severidad y la firme resolución de librarse del traidor. Duró poco. Lo justo para poner a votación la propuesta de revocación y la elección del sustituto. Allí mismo obligaron al renegado a firmar su renuncia en los documentos que el abogado del sindicato llevaba preparados.
No había alegado nada en su defensa. Silencioso y con expresión de desconcierto escuchó sin parpadear las acusaciones contra él. Tampoco se resistió cuando sus compañeros le pusieron los papeles delante y con gravedad le dijeron: “firma aquí”.
(*) Pedro Brenes es miembro del Partido Revolucionario de los Comunistas de Canarias (PRCC)
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