María Fernanda Gadea Martínez / Arículos de opinión.- Cuando la Unión Europea hace público un proyecto de Directiva de normas para el retorno de los inmigrantes no regularizados como el que ha aprobado, lo que realmente está haciendo es una serie de proposiciones a las que el calificativo de “indecentes” les queda realmente pequeño. Injustas, indignas, inaceptables, inmorales, inhumanas; quizás estos sean adjetivos que se ajusten más a la realidad.
Más de 20.000 extranjeros sin residencia son recluidos cada año en los llamados “centros de detención de inmigrantes”, un mero eufemismo para evitar llamar a estos sitios por su verdadero nombre: cárceles.
Cárceles en donde ingresan personas cuyo único delito es el carecer de un permiso de residencia, permiso que se les niega al no disponer de un puesto de trabajo, puesto de trabajo que no consiguen porque no tienen un permiso de residencia… el asunto cobra un aspecto a todas luces demencial, se mire por donde se mire.
El tiempo máximo de condena en España, hasta ahora de 40 días, puede alargarse hasta los 18 meses con la nueva proposición del Parlamento Europeo; 6 meses de prórroga si se demoran los trámites, con posibilidad de ampliación de 12 más. Todo ello en unas instalaciones que ostentan el dudoso honor de estar consideradas como “las peores de Europa” por observadores parlamentarios de la propia UE.
Por si fuera poco, cuando los centros lleguen a colapsarse la propuesta autoriza que los menores puedan ser recluidos junto con adultos en centros penitenciarios, menores que también podrán ser repatriados forzosamente sin contemplaciones.
La historia ha demostrado insistentemente que en tiempos de crisis las obsesiones se disparan y, entre ellas, de una manera recurrente, la visualización xenófoba del “extranjero” como chivo expiatorio de todos los males.
Sin embargo, la interesada inconsciencia propia de gran parte de la clase política, no les permite ver lo temerario que resulta el fomentar en la sociedad un desproporcionado sentimiento de paranoica amenaza, más allá de lo que realmente pueda llegar a percibirse. Hace ya más de tres años que la derecha europea lleva preparando el camino a una ley de retorno así. La llegada al poder de Sarcozy y Berlusconi, con la ayuda de Angela Merkel y la connivencia de muchos otros (parlamentarios españoles entre ellos), ha hecho el resto.
El ultra conservadurismo europeo se empeña en mantener el discurso de la preferencia nacional, es decir, atender primero y sobretodo a los nacionales –con independencia de su situación– en materia de servicios públicos o derechos sociales, cuando lo ético, a mi modo de ver, sería el velar antes que nada por los que más lo necesiten, si tener en cuenta su origen.
La igualdad de derechos entre nacionales y extranjeros no cabe en ningún tipo de debate, es un derecho por múltiples razones: porque a los inmigrantes les debemos en gran medida el bienestar del que disfrutamos (y esto no es una intuición pseudo-economista, es un dato objetivo), porque no podemos permitirnos una ciudadanía construida en base a dos sociedades paralelas (los de aquí y los de allá) y porque no vamos a tolerar que la mezquindad de algunos políticos se transmute en ineficacia. De otro lado, tampoco debemos ceder a la tentación de consentir que las consecuencias negativas de la crisis económica recaigan en un único segmento social.
Es tiempo de reaccionar, ahora que aun estamos a tiempo; el 18 de Junio se votó la propuesta en Estrasburgo obteniendo una mayoría a favor, a la vez que una exasperante proporción de abstenciones. Una vez publicada en el Boletín Oficial Europeo, los países miembros disponen de dos años para introducir las medidas, excepto en algunos puntos en los que se contempla un año adicional de prórroga. Esta decisión será vinculante para más de ocho millones de inmigrantes sin papeles y supondrá a su vez una oscura mancha en lo que hasta ahora entendemos como Estado de Derecho; no es que sea la única, lo que sucede es que va a ser la más vergonzosa.
Reaccionar ante la derrota de las palabras y lograr así señalar los límites imprecisos de lo que no estamos dispuestos a tolerar, sin complejos de deuda ni de culpa, es lo que urge; porque somos conscientes de nuestra dignidad como seres humanos o, simple y llanamente, por mera decencia
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