De la peripecia militante de Juan Perdigón a unas breves consideraciones sobre el anarquismo hoy, con una muy subjetiva digresión final sobre la revolución como estado del alma (*). Julián Ayala Armas. La presentación de un libro es en cierta manera un ritual de la obviedad. Un libro se presenta por sí mismo y serán los lectores los que aceptándolo o rechazándolo dirán la primera y la última palabra acerca de él. Por otra parte, los que alguna vez nos hemos visto en esta situación nos hemos debatido -al menos es mi caso- entre la lealtad al autor, amigo muchas veces como ocurre ahora, y la lealtad al lector. Con la evidencia de que esta segunda lealtad es genérica y abstracta y la lealtad al autor pertenece plenamente al campo de lo concreto. No se entienda esto como una confesión de parcialidad a la hora de juzgar la obra que hoy nos ocupa, Entre el rubor de las auroras. Juan Perdigón: un majorero anarquista en Brasil, pero sí como testimonio de la dificultad de encontrar el equilibrio necesario para enfrentar esta tarea con objetividad.
VIDA DE UN REVOLUCIONARIO. Entre el rubor de las auroras -llamésmolo así para abreviar- nos narra parte de la vida de Joao Perdigao, traducción al portugués de Juan Perdigón, que nació en Casillas del Ángel, Fuerteventura, en 1895, y murió en Sorocaba, Brasil, en 1966, después de haber sido uno de los más destacados militantes anarquistas del movimiento obrero de aquel país en las primeras décadas del siglo pasado.
Su biografía constituye un paradigma de la de tantos canarios y canarias, que por las circunstancias de una vida llena de carencias o por la persecución política, se vieron obligados a emigrar a otras tierras, América especialmente, y allí dieron lo mejor de sí mismos a sus países de adopción. Unos como militares, contribuyeron a la liberación de los pueblos latinoamericanos del yugo colonial, y aquí encontramos una larga nómina de nombres como el portuense Francisco Miranda, el herreño Juan Francisco de León, o el icodense Fernando Key Muñoz, en Venezuela, y el tinerfeño o palmero, no estoy seguro, Jacinto Hernández, en Cuba; otros como científicos, políticos, profesores y periodistas, y aquí podríamos citar a personas que integraron la saga del exilio de la guerra civil y la posguerra, y la mayoría como humildes, oscuros y desconocidos trabajadores y trabajadoras, que contribuyeron con su esfuerzo, muchas veces no recompensado, a levantar las estructuras agrarias, industriales y comerciales de los países que los acogieron.
Joao Perdigao fue uno de estos últimos, aunque su nombre no es totalmente desconocido, al menos entre los círculos de estudiosos del movimiento obrero en Brasil y a partir de este libro de Jesús Giráldez, tampoco en Canarias. En la Fuerteventura de hace setenta u ochenta años Juan Perdigón no hubiera pasado de ser un pobre campesino, un mago envilecido por la explotación y la miseria, pero en su nueva patria americana fue un trabajador militante, un hombre dignificado por la rebeldía y por la lucha.
Veamos cómo nos cuenta él mismo el avatar de la emigración de su familia:
“Mis padres, gente pobre y humilde, católicos por tradición, después de contraer nupcias embarcaron para Brasil en una leva de emigrantes, y aquí nacieron sus hijas, Francisca y Sebastiana, en la ciudad de Santos.
Mi padre no quería morir fuera de su isla, y volvió a las Canarias. En ese viaje nació mi hermana Cesaria. La isla de Fuerteventura es víctima de sequías, pudiendo pasar épocas de hasta siete años sin lluvias. Mis padres, viendo que no era posible vivir durante esos períodos, retornan a Brasil.
Algunos años después, estando yo gestado de tres meses, vuelven para Canarias, donde nací. La revolución pro independencia de Cuba tuvo su inicio y mi padre, aconsejado por el alcalde, embarcó para Brasil para no ir a la guerra.
En 1900, mi progenitor embarca para Uruguay, donde residimos hasta enero de 1904, cuando retornamos a la ciudad de Santos”.
LA ESCLAVITUD Y EL INICIO DE LA INMIGRACIÓN. La esclavitud fue formalmente abolida en Brasil en 1888. A partir de este año la inmigración tomó un sesgo masivo. Sin embargo, la decadencia del régimen esclavista había dado lugar desde hacía un par de décadas a la apertura del país a los inmigrantes, procedentes sobre todo de Europa. Italia, Portugal y España fueron los países que más trabajadores aportaron y con ellos, llegaron a Brasil las semillas de la emancipación social que desde mediados del siglo XIX habían germinado en Europa: el anarquismo y el marxismo.
El libro de Jesús Giráldez nos da cuenta de los primeros pasos del movimiento obrero brasileño, los titubeos, las derrotas y las contadas victorias. La jornada de ocho horas, el salario mínimo, el derecho a la libre organización de sociedades y sindicatos, la celebración de fechas reivindicativas como el primero de mayo, el derecho a la salud y a la cultura, fueron las reivindicaciones más comunes del incipiente movimiento, donde los anarquistas tuvieron una posición preponderante. Las huelgas fueron constantes e incluso en más de una ocasión hubo intentos insurreccionales frustrados. Algunos sectores no se desentendieron de la lucha política, dándose el caso curioso de que el primer partido comunista de Brasil fue constituido mayoritariamente por anarquistas, que más tarde fueron desalojados por los marxistas. Líderes del movimiento fueron, además de Joao Perdigao, su primo Manuel Perdigao Saavedra, también de origen majorero; españoles de otros lugares, como Everardo Días, Manuel Campos y Primitivo Raimundo Soares; italianos como Artur Campagnoli, Giovanni Rossi y Oreste Ristori; portugueses como NenoVasco y Domingos Aleixandre, Brasileños, alemanes, irlandeses, franceses…
Santos fue la ciudad donde se desarrolló la parte más notable y más conocida de la vida de Joao Perdigao. Su puerto que en pocos años llegaría a ser el más importante de Brasil, fue un foco de organización, resistencia y luchas obreras. Otros focos fueron Sao Paulo y Río de Janeiro, escenarios también de la actividad revolucionaria de Joao Perdigao y sus compañeros.
Así hasta 1928, en que después de innumerables detenciones y condenas, perseguido y amenazado por la deportación, nuestro hombre se vio obligado a dejar la primera línea de lucha. Dejó el apellido Perdigao y adoptó su segundo apellido, Gutiérrez, para pasar más desapercibido a la represión, y como Joao Gutiérrez se refugió en Sorocaba, en la granja de un compañero anarquista, con cuya hija, de nombre precisamente Anarquía, casó y tuvieron seis hijos.
EL PASO DEL TIEMPO. El libro de Jesús tiene la virtud de hacernos sentir el paso implacable del tiempo con sus inherentes derivaciones de decrepitud y decadencia. Decadencia, además de por la edad, por la marginación del anarquismo en el movimiento obrero brasileño y su sustitución por otras corrientes ideológicas, el socialismo de tendencia marxista especialmente. Quizá falte en el libro una mayor concreción de las causas y el desarrollo de ese proceso, debido a que su fuente principal, el hilo conductor del relato, lo constituyen las propias memorias de Juan Perdigón, llenas de emotividad y con intuiciones y logros excepcionales, pero confusas a veces y carentes de metodología histórica. Lo que no podía ser de otra manera, pues su autor fue un obrero autodidacta forjado en la lucha y sin formación académica ni científica.
Él mismo lo dice:
“Escribí ciento dos páginas de un cuaderno casi todo de memoria por no tener documentación. Puede haber alguna fecha errada (…), porque viví aquella época como una tempestad”.
Al final del libro, y bajo el título “Pensamientos entre alboradas”, transcribe Jesús Giráldez una serie de reflexiones de Joao Perdigao, donde la exhortación a la resistencia aparece traspasada por una veta de profunda melancolía:
“Para hacernos verdaderos anarquistas –escribe– debemos desprendernos de todo interés político o financiero. La vanidad, la envidia, la calumnia y todos los prejuicios morales e intelectuales, deben dejarse de lado y seguir luchando por el advenimiento de nuestras ideas, sin desfallecimiento, sin descansos, acontezca lo que acontezca, por mucho que ahora tengamos que morir en vida”.
“[…] Infelizmente –dice más abajo–, por nuestro medio pasaron centenares (tal vez millares) de individuos que transpiraban anarquismo por todos los poros y, a la primera señal de peligro, se metían en las alcantarillas.” “[…] Cuando los aplausos terminan por ser superados por la reacción policial, esos anarcoides desaparecen como las nubes de humo, como el vapor del agua… No importa, la nata ácrata continuará componiendo nuevas alboradas y la anarquía surgirá entre el rubor de las auroras”.
No sé si voy a meterme en camisa de once varas, pero al socaire de estas amargas reflexiones de Juan Perdigón me vienen a la memoria unas consideraciones que leí hace algún tiempo y que se pueden relacionar con el estado de ánimo que se desprende de ellas. Son del teórico del anarquismo Tomás Ibáñez, profesor de Psicología Social en la Universitat Autónoma de Barcelona, algunas de cuyas tesis me voy a permitir fusilar, siguiendo la máxima –que si no es anarquista merece serlo– de que las buenas ideas no son propiedad privada de nadie, sino que forman parte del patrimonio común de la humanidad.
¿A qué se debe la decadencia del anarquismo, que es la pregunta que subyace en las reflexiones de Juan Perdigón y de otras muchas personas, anarquistas o no? ¿Ha perdido actualidad el anarquismo hoy?
DOS TIPOS DE ANARQUISMO. Para contestar esta cuestión, Tomás Ibáñez empieza distinguiendo dos tipos diferenciados de anarquismo, el instituido y el instituyente. El primero está conformado por la ideología y las prácticas del anarquismo tradicional, el bloque de teorías, símbolos e historia que proveniente del siglo XIX tuvo su mayor auge en las primeras décadas del siglo XX.
Los situados en esta posición consideran que el anarquismo está llamado a ser actual por los siglos de los siglos. Se trata de una concepción del anarquismo que lo asemeja a una religión, sin tener en cuenta que las doctrinas religiosas pueden pervivir durante milenios porque sus principios, valores y creencias no se han originado en el seno del conflicto social, no son respuesta a la violencia del orden social y no tienen una voluntad de transformación social.
Al contrario, el anarquismo y otras doctrinas, como el marxismo y el liberalismo, se constituyen directamente como respuesta antagónica frente a determinadas condiciones sociales de existencia y son inseparables de dichas condiciones. Su vigencia, por tanto, es la misma que la de aquello a lo que se oponían y se agota cuando se agota la matriz que los han conformado.
Este anarquismo, petrificado y elevado a la categoría de monumento histórico, aunque todavía es capaz de suscitar adhesiones, está muerto, superado por la historia, no tiene razón de ser en el siglo XXI.
EL ANARQUISMO INSTITUYENTE. No ocurre lo mismo con la otra vertiente del anarquismo, la instituyente, que se puede definir en términos de la efervescencia que lo anima y del fondo de intuiciones que lo propicia. Este anarquismo es plenamente actual, aunque ni siquiera sea anarquismo, entendámonos, aunque no sea considerado y llamado anarquismo por sus integrantes y partidarios, y mucho menos por los situados en la otra vertiente anarquista. Porque así como el dios Dionisos es siempre el mismo, a pesar de sus múltiples metamorfosis, el anarquismo es también esencialmente el mismo, pese a los cambios que lo pueden hacer irreconocible para los partidarios del anarquismo histórico.
Esta renovada actualidad del anarquismo tiene muy poco que ver, con el activismo político de los anarquistas, sino que obedece más bien a la conjunción de una serie de factores que dan lugar a un nuevo escenario social, donde las intuiciones más básicas del anarquismo encajan perfectamente y encuentran nuevas posibilidades de expresión. Estas intuiciones son las que de un modo u otro giran en torno a la importancia especial que da el pensamiento anarquista a la problemática del poder.
CUESTIONAR EL PODER. Hoy el ejercicio del poder, es decir, el ejercicio del control de la sociedad y del control de los individuos, es un fenómeno omnipresente, del que hay que preocuparse en primerísimo instancia, tal como siempre lo han considerado las intuiciones anarquistas. Y no sólo el poder económico; las relaciones de dominación desbordan con mucho las relaciones de producción, aunque suelen engarzar con éstas de alguna manera. Así lo han entendido los nuevos movimientos sociales, centrados en los procesos de exclusión y de discriminación, que son transversales respecto de las relaciones de dominación económica. Cuestionar radicalmente el poder es el carácter que más identifica a los nuevos y viejos anarquistas.
ORGANIZACIÓN EN REDES. La nueva expresión del antagonismo social, que repito ya no se llama ni se considera anarquismo, aunque tiene incluso cierto aire de familia con el pensamiento y las instituciones básicas del anarquismo, se está inventando sobre la marcha, como el viejo anarquismo y con el mismo escepticismo radical hacia todos los esquemas heredados, incluido el anarquismo, en tanto que es también un esquema heredado. Ya no se aceptan los idearios totalizadores (ojo, digo totalizadores, no totalitarios, que esos han sido inaceptables siempre), que pretenden contemplarlo todo bajo un punto de vista omnicomprensivo. Tampoco se acepta una articulación estable del movimiento, sino flexible y cambiante. Contra la vieja imagen de La Organización como estructura asentada en el espacio y en el tiempo (“nuestra casa”, solían decir los viejos anarquistas para referirse a la CNT), los nuevos movimientos se asientan en forma de redes que nacen, se desarrollan, se transforman y desaparecen sin afán de solidificación.
Quienes se identifican con el anarquismo pueden ayudar o pueden entorpecer el desarrollo del nuevo antagonismo social. Lo entorpecerán, si no entienden que lo que está surgiendo puede ser radicalmente innovador respecto a sus propios esquemas. Lo ayudarán, “si comprenden que los nuevos anarquistas sólo pueden serlo desde la más irreverente –cito textualmente– falta de respeto por el anarquismo instituido”.
Ahí queda eso.
Y ahora entremos brevemente en la muy subjetiva digresión sobre la revolución como estado del alma, que creo engarza directamente con la última frase de Joao Perdigao que hemos transcrito más arriba (¿recuerdan?: “No importa. La nata ácrata continuará componiendo nuevas alboradas y la anarquía surgirá entre el rubor de las auroras”).
Hubo un tiempo, durante gran parte del siglo XIX y el pasado siglo XX, en que amplios sectores de la izquierda social y política de este país consideraban que la revolución, el gran movimiento liberador de la humanidad, no sólo era necesaria sino que incluso parecía posible. Hace algunos años, la mayor parte de esa gente, inmersa en una profunda depresión histórica, empezó considerando que la revolución no es posible y ha acabado concluyendo, en una concatenación interesada y falaz del pensamiento, que como no es posible tampoco es necesaria.
La diversidad de las coartadas humanas es infinita y muchos de esos antiguos revolucionarios instalados cómodamente en el pesimismo creen que sus acciones siguen estando orientadas por los mismos principios que tenían antes, cuando es evidente que sus principios están orientados por los intereses que tienen ahora y que sólo a éstos obedecen sus actuaciones. Para ellos, la utopía, a la que de tarde en tarde siguen invocando –incluso a veces de buena fe–, es como esos lacitos de diversos colores que te suelen colocar en la solapa con ocasión de alguna campaña benéfica: una especie de escarapela que acredita a quien la lleva la consideración de buena conciencia social, pero que como símbolo no tiene el menor sentido.
Algunos hay, sin embargo, que no se han rendido del todo, y siguen debatiéndose en íntima contradicción entre lo real y lo posible. La sombra mítica del caballo de Zapata atraviesa a veces al galope el paisaje árido de su desierto interior, el eco de sus cascos es como un tambor que resuena en el fondo de su conciencia. Para estos sujetos irredentos la revolución ha devenido un estado del alma.
Y es que mientras existan situaciones radicalmente injustas en el mundo, mientras el poder depredador y sin alma pisotee impunemente los derechos de las personas, los que no quieran abrigarse con el edredón engañosamente cálido del consumo e insistan en permanecer despiertos a la intemperie, tendrán que ser necesariamente revolucionarios para no caer en la modorra general. Si no otra cosa, es menester conservar esta convicción en las entretelas del espíritu, como se conserva una flor marchita entre las páginas de un libro. Se trata de un acto de resistencia, aunque se tenga conciencia de la inutilidad inmediata del empeño; una reserva, un venero de lucha para tiempos mejores. La melancolía es el correlato de ese esfuerzo no recompensado, pero esta melancolía resistente es como un árbol deshojado que dará sus frutos en el futuro. La revolución, hoy y aquí, es un estado del alma y por eso el alma melancólica de los revolucionarios está llena del tiempo que vendrá, se alimenta de él y por él vive. No se trata de un acto de fe estéril y apropiado tan sólo como ejercicio de autoconsolación.
Un filósofo cínico de estos tiempos de almoneda ha dicho con cáustico sentido del humor que “la esperanza es lo último que se vende”. Para calcular mejor su precio –en épocas de incertidumbre hay que estar abiertos a cualquier eventualidad– no debemos olvidar que, como dijo hace años otro filósofo, éste con más ínfulas de seriedad, “la esperanza da sentido a nuestra vida”, y la esperanza a efectos de lo que estamos tratando está en la acción de los derrotados de hoy que no se limitan a lamerse resignados las heridas. Antes bien, las curan y acumulan fuerzas para continuar la lucha que contribuya a la sustitución, algún día, de este ingrato mundo por otro que entre todos los mundos posibles parezca mejor. Al menos hay que confiar en que sea así.
(*) Palabras pronunciadas en la presentación del libro Entre el rubor de las auroras. Juan Perdigón: un majorero anarquista en Brasil, de Jesús Giráldez Macía. La Laguna, C. M. San Fernando, 16 de mayo de 2008
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