Agapito de Cruz Franco / Artículos de opinión.- Paseando hace unos días entre las ruinas del Foro Romano, me llamó a atención una pira semicircular de piedra. Sobre ella, muchos ramos de flores depositados por gente anónima. Según la arqueología, es el lugar donde fue incinerado Cayo Julio César, tras ser asesinado en el Senado un 15 de marzo de hace ahora 2.052 años:
-“Cuídate de los Idus de marzo”, le había dicho el agorero Espurina.
Su muerte, en principio para salvar la República ante sus anhelos por erigirse Rey de Roma, produjo el efecto contrario, dando paso a un nuevo orden político que marcaría la posterior historia de Occidente.
Con su desaparición, nacía un mito que impactaría sobre las sociedades de entonces, hasta el punto que, incluso hoy en día, unas rosas frescas le siguen recordando cada primavera. Casi coincidiendo en el tiempo, venía al mundo Jesús de Nazaret. Trescientos cincuenta años más tarde, los seguidores de éste último, repartidos en multitud de sectas, pelearían a muerte por hacerse con su herencia religiosa. La primera consecuencia fue el surgimiento de tres religiones cristianas: la ortodoxa con sede en Constantinopla –hoy Instambul-, la copta surgida en el foco cultural más importante de la época, Alejandría, y, la católica, levantada sobre la Roma en declive. Autodenominándose “únicos depositarios de la verdad”, arrasaron con gran parte de la cultura clásica, al tiempo que, para imponer la suya, se producía una sustitución de símbolos y términos antiguos –que seguían formando parte del universo cultural de aquellos pueblos- por los nuevos.
Uno de ellos parece haber sido la figura del propio César. Hay una gran cantidad de coincidencias entre las circunstancias de la muerte de César, documentada científica e históricamente, y la de Jesucristo, que no lo está, y que parecen diseñadas para sustituir a aquellas. Ambos murieron en las mismas fechas, los Idus de marzo. Ambos, tras una conspiración de la clase conservadora de sus respectivos pueblos –en Roma los optimates o facción más conservadora de la decadente República y en Judea los Fariseos que cumplían el mismo rol que aquellos-. Un traidor muy querido les entregó a ambos –a César su hijo Bruto y a Jesucristo su apóstol Judas- Al primero le dedicó César la famosa frase: “¿Tú también hijo mío?” tras la que dejó de defenderse de las 23 puñaladas que le asestaron los 60 confabulados. En el segundo caso la ternura ante el hecho trágico aparece en el Beso del Traidor, tras el que Cristo se entrega a los soldados sin defenderse. Como no podía ser menos, Bruto se suicidó y por tanto Judas no podía ser menos. La puñalada que, según los médicos, mató realmente a César fue la segunda, asestada por el senador Longinos, nombre idéntico al del soldado romano que le metiera la lanza al Crucificado para asegurar su muerte. Las horas previas y posteriores a la muerte de estas dos figuras históricas están llenas de sueños premonitorios y evidencias de lo que va a suceder. Con César no sólo la famosa frase del arúspice Espurina, sino el viento huracanado la noche anterior, su sueño volando junto a Júpiter, el trágico final de un pajarillo llamado reyezuelo que se cuela por las ventanas de la Curia y es picoteado por otros hasta morir o el sacrificio requerido por César de un animal, el cual, al abrir sus entrañas no tenía corazón… En Cristo, Júpiter es sustituido por el Padre y las anécdotas abundan desde la Última Cena hasta el descendimiento de la Cruz y los fenómenos geológicos extraños.
Hay dos coincidencias muy significativas: el derramamiento de la sangre para salvar al pueblo. La sangre que mancha el Senado. La que cae sobre la humanidad para salvarla. Ambos dan la vida. Uno por sus ovejas. El otro por el pueblo llano al que dona todo en su testamento. Tras los respectivos asesinatos aparece un orden nuevo en la sociedad. Y tanto uno como otro fueron muertos porque querían ser Reyes. Obviando la realidad histórica y las razones concretas de ambas tragedias, el mito hizo que tanto una como otra muerte fuesen consideradas como el asesinato de un Dios.
Se ha dicho que el advenimiento de Cristo dividió los tiempos. Pero es César el protagonista de ello. Hay que aclarar que cada cultura tiene su propio calendario y que aquí nos referimos al occidental, el juliano. Lo llamamos gregoriano por una pequeña corrección de 10 días de Gregorio XIII en 1582. Fue instaurado por Julio César –de ahí su nombre- en el año 707 de la fundación de Roma (ab urbe conditio o a.u.c.). Dos años después es asesinado y en su honor aparece el séptimo mes, julio. Jesucristo nace en el año 754 (auc), o sea 45 años después de morir César. Fuera de aquella nomenclatura de anno Dómine –a.D.- impuesta por Bonifacio VIII en el año 607 del nacimiento de Cristo, la referencia juliana continúa hasta el siglo XVII, que es cuando comienzan a usarse las siglas (a.C. y d.C. antes de Cristo y después de Cristo), hoy desfasadas y sustituidas por otras como a.n.e. (antes de nuestra era).
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