Memoria histórica / Canarias Semanal.- Hace treinta años el estudiante de 2º curso de Biológicas Javier Fernández Quesada era asesinado por la Guardia Civil en las escaleras de la ULL, mientras se producía una protesta de apoyo a diversos sectores de trabajadores en huelga. El asesinato de Fernández Quesada aún permanece impune, como el del obrero y militante del PUCC Antonio González Ramos, el del joven Bartolomé García Lorenzo y otros muchos cometidos en todo el Estado durante esos conflictivos años. La aparición del número 11 de la revista de Historia 'Canarii', dedicado a este "Crimen sin juzgar", ha vuelto a suscitar la discusión sobre un caso cuya comprensión exigiría reflexionar seriamente sobre la llamada "Transición a la democracia". Publicamos aquí los textos del periodista Julián Ayala, "Acotaciones a un crimen de Estado" y el del historiador Juan Francisco Santana Domínguez, "Disparos contra la Universidad". Así como el de Octavio Hernández, "Fernández Quesada: en honor a la verdad", en el que su autor aporta un documento inédito escrito por Javier Fernández Quesada poco antes de ser asesinado. Incluimos también el enlace al artículo del periodista Míchel Millares, "Desvelados los resultados de la investigación sobre el asesinato de Javier Fernández Quesada".
Julián Ayala. Mi aportación al tema principal de este número de Canarii lleva por título “El asesinato de Javier Fernández Quesada, un crimen de Estado”, pues estaba convencido -y la documentación manejada para elaborar el artículo me lo ha ratificado- que la actitud de las autoridades e instituciones del Estado en la investigación posterior al suceso fue una verdadera confabulación para ocultar la verdad sobre el mismo, que todavía hoy, treinta años después, sigue sin conocerse del todo.
Se echó tierra al asesinato de Javier, se se hizo burla del sentido más elemental de la justicia, por una razón de Estado. Los Pactos de La Moncloa habían establecido lo que ahora se llama una “hoja de ruta” (perdonen el tópico) por la que debía circular la transición a la democracia. Todo lo que se saliera de ella debía ser evitado, y si se producía, combatido con todas las armas del poder, entre ellas las de la ocultación y la mentira. Eso fue lo que se hizo con la muerte de Javier Fernández Quesada y con gran parte de los asesinatos a manos de la fuerza pública ocurridos en aquellos tiempos en diversos lugares del Estado.
Contra la visión cuasi-idílica y apta para la exportación de la transición española, se alzan estos crímenes que nunca debieron haberse producido y que en su mayoría permanecen impunes, viciando de origen no sólo el proceso de la transición sino el propio sistema democrático ligh en el que ahora nos movemos.
Para realizar este monográfico nos hemos basado principalmente en documentos hasta ahora inéditos, como son las actas de la Comisión de investigación nombrada por el Congreso de los Diputados y ante la cual comparecieron y testificaron más de treinta personas, y el decreto de sobreseimiento de la causa 200/1977 incoada por la jurisdicción militar por la muerte del estudiante y las heridas causadas a uno de sus compañeros. También hemos tenido en cuenta las informaciones aparecidas en la prensa de la época. Yo mismo trabajaba entonces en El Día, que bajo la dirección de Ernesto Salcedo era un periódico serio y fiable que procuraba prestar un servicio a la sociedad, absolutamente en las antípodas de la sectaria hoja parroquial (con homilía incluida los domingos) que es hoy. Muchas de las noticias y crónicas que sobre los sucesos del 12 de diciembre y los días siguientes se publicaron en El Día las redacté yo. Puedo decir, pues, que fui testigo, en parte presencial, de aquellos acontecimientos que no creo sea exagerado afirmar que marcaron a toda una generación de estudiantes y activistas sindicales y políticos de la izquierda tinerfeña.
Los hechos que condujeron a la muerte de Javier Fernández el 12 de diciembre de 1977están enmarcados en el contexto de las luchas sociales que agitaban por entonces a la sociedad tinerfeña. La crisis económica de los ’70 tuvo en Canarias, y particularmente en Tenerife, una connotación especialmente conflictiva. Importantes sectores económicos que integraban a gran número de trabajadores fueron sometidos a una forzada reestructuración que dio al traste con muchos puestos de trabajo. Entre los más importantes estaban el transporte interinsular y el tabaco. Unos mil trabajadores de la empresa Transportes de Tenerife, S.L., se encontraban en huelga desde el 13 de octubre y alrededor de cuatro mil empleados de 15 empresas tabaqueras lo estaban desde el 14 de noviembre. A ellos se sumaba un núcleo de trabajadores, reducido por su número, pero importante por las tareas que realizaban en el sector portuario del frío industrial, encargado de la conservación de los alimentos de la población. Ninguno de los sindicatos firmantes de los Pactos de La Moncloa tenían presencia en los citados sectores, representados por sindicatos autónomos, como la FASOU, en transportes, la Asociación de Trabajadores del Tabaco y Derivados, y en el sector del frío la Confederación Canaria de Trabajadores, de tendencia claramente independentista y antisistema. Ante el agotamiento de algunas de las huelgas (concretamente la de las guaguas), estos sindicatos, agrupados en lo que se denominó Asamblea de Sectores en Lucha, convocaron una huelga general de solidaridad para el 12 de diciembre. El llamamiento, al que se sumaron el SOC y la Liga Comunista Revolucionaria, tuvo escaso eco entre la población laboral (de las grandes empresas sólo pararon los estibadores portuarios, adscritos a la FASOU, y la Caja General de Ahorros, donde era mayoritario el SOC), pero sí fue ampliamente acogido por la vanguardia estudiantil de La Laguna, lo que dio lugar a la desproporcionada y brutal reacción de la guardia civil.
El periodismo está muy acotado por la realidad. Los periodistas que pretenden ser coherentes en el ejercicio de su profesión se ven fuertemente encorsetados por esta referencia a lo real, deben limitarse a exponer al receptor los datos de que disponen con la mayor objetividad posible, sin dar vuelo alguno a la imaginación. Pero como yo soy un periodista jubilado, ya de vuelta de corsés y de acotaciones, me gusta a veces ponerme en la piel del protagonista de un hecho ajeno e insólito y tratar de recrear aquellos momentos que marcaron su viaje particular hacia la historia.
Así, he imaginado que la lluviosa mañana del lunes 12 de diciembre de 1977, Javier Fernández Quesada se levantó tarde. La noche anterior, había estado de tertulia en un bar de San Honorato, tal vez comentando en algún momento de la conversación cómo sería la huelga convocada para el día siguiente.
Javier asistía como libre oyente al segundo curso de Biológicas y estaba más preocupado por el examen de Bioestadística que iba a realizar el martes que por la marcha concreta de las clases de aquel lunes, que se presentaba problemático en tal sentido. Así, que no se apresuró a ir a la Universidad. Sus hermanos, con los que convivía en el piso, habían marchado ya, y él desayunó y salió a dar una vuelta por La Laguna, donde pudo captar la tensión del ambiente, con los piquetes de estudiantes y obreros recorriendo las calles del casco y la inusual presencia policial en puntos estratégicos, como la Avenida de La Trinidad, la Glorieta del Padre Anchieta o el cruce de la Cruz de Piedra.
Sin prisas, llegó a la Universidad sobre las once y media o las doce, y fue al despacho de un profesor a quien quería realizar una consulta sobre el examen del día siguiente. El profesor se encontraba ocupado y como el asunto no era para resolverlo en unos minutos concertó una cita con él para las cuatro de la tarde.
La Universidad estaba casi vacía. Apenas se había impartido clases esa mañana y después de una asamblea en el hall, la mayor parte de los asistentes o bien marcharon a sus casas o bien fueron a engrosar los grupos que, en unión de obreros de los sectores en huelga, pretendían extender el paro por la ciudad, obstaculizando el tráfico y obligando a cerrar los comercios.
Precisamente en las cercanías del campus universitario, en la calle Delgado Barreto, un piquete había levantado una barricada y hostigaba con piedras y algún neumático incendiado a un destacamento de la Policía Armada que abajo, cerca de la Cruz de Piedra, custodiaba un camión cisterna accidentado. Es posible que Javier se acercara a este grupo a saludar a algún amigo o conocido y a interesarse por la marcha de los acontecimientos. Su hermano Carlos se encontró con él en una de las zonas ajardinadas del campus. Fue la última vez que lo vio con vida. La segunda vez que lo vio ese día, ya anochecido, fue en el depósito del cementerio, para reconocer su cadáver.
Sobre las dos y media de la tarde, la Policía Armada se retiró de las inmediaciones del campus. Eufóricos, los estudiantes que cortaban el tráfico en Delgado Barreto se fueron también, unos a la Universidad, donde se había convocado una asamblea para hacer balance de la mañana, y otros a sus casas. Javier se quedó en la Universidad. Dada la hora, seguramente se disponía a tomar algún tentempié en el bar para asistir luego a la cita con su profesor.
Fue entonces cuando varios números de la guardia civil, seis o siete, según los testigos, irrumpieron en el campus a bordo de dos vehículos por la puerta que da a la Avenida de La Candelaria, donde había estado apostado un retén durante toda la mañana. Rápidamente bajaron de los coches disparando sus armas contra los estudiantes provenientes de Delgado Barreto y contra los que estaban en los jardines y en las escaleras de acceso al centro. Tres de ellos subieron varios tramos de escalinatas sin dejar de disparar hacia la fachada de la Universidad. Los estudiantes corrieron acosados por las balas, unos hacia fuera del campus, por las calles Delgado Barreto y Antonio González, y otros hacia la puerta principal del edificio. Entre estos últimos estaba Javier, a quien algún testigo vio correr por el camino de coches que hay a ambos lados de la escalera central. En esa escalera, dos o tres peldaños antes de llegar arriba, fue alcanzado por una bala. La propia inercia de la carrera le hizo subir trastabilleando los escalones que quedaban hasta caer en el descansillo delante de la puerta, desde allí fue arrastrado por sus compañeros al interior, donde expiró minutos después.
Dicen que el guardia que lo mató era joven, bajo y delgado. Llevaba una gorra de visera, no el tradicional tricornio, y disparaba una pistola sujetando la mano derecha con la izquierda. En la confusión que siguió a la muerte de Javier y cuando lo bajaban por la escalera para trasladarlo al Hospital, alguno de los presentes oyó cómo sus compañeros lo llamaban “Polilla”, que es el sobrenombre que se da dentro del Cuerpo a los agentes recién salidos de la academia.
De haber seguido vivo, Javier hubiera cumplido este año los 54. Estaría casado seguramente, quizá con la misma chica que se despidió de él con un beso la noche de aquel domingo, sin pensar que iba a ser el último que le iba a dar. Es posible incluso que tuviera hijos. Y aunque no era lo que se podría considerar un estudiante modelo, es muy probable que dada su gran afición a las ciencias de la naturaleza, hubiera terminado con aprovechamiento su carrera y hoy podría ser investigador o profesor, quizá en esta misma universidad de La Laguna donde ahora lo recordamos. Escribía, con buen estilo, reflexiones propias de un joven sensible, como pueden ustedes comprobar en este número de Canarii. Quienes le mataron, no solamente robaron 30 años de vida a una persona, causando un dolor sin consuelo a su familia, también truncaron de golpe sus probables aportaciones a la sociedad, así como la oportunidad de vivir a sus hipotéticos hijos. De un solo tiro mataron no uno ni dos, sino una verdadera bandada de pájaros.
Por boca de Sócrates, nos dice Platón, en el Gorgias, que el malvado que causa un mal injusto es desgraciado. Lo es más si no paga la pena debida y repara así su culpa, y lo es menos si paga la pena y alcanza el castigo que se merece. “Cometer injusticia es peor que sufrirla”, concluía el filósofo hace dos mil quinientos años. Pero los guardias civiles no suelen leer a Platón, por lo que imaginamos que sus textos no los conmoverán poco ni mucho. Al menos al coronel que ordenó disparar a mansalva contra ciudadanos inermes. Esta falta de curiosidad por los clásicos no es su mayor defecto.
El mayor, en este caso, fue la falta de humanidad y la cobardía demostrada por unos jefes, unas autoridades y unas instituciones que se empezaban a llamar democráticas y que protagonizaron unos hechos típicamente franquistas. Sobre ellos y otros similares se ha levantado nuestra presente democracia. Así nos va.
La muerte de Javier Fernández, fue un acto criminalmente gratuito. Le tocó a él como pudo haberle tocado a cualquier otro de los que se encontraban aquel día en la Universidad de La Laguna. Javier era un estudiante normal, sin especial relevancia política, pese a las versiones interesadas, que posteriormente han tratado de convertirlo en una especie de símbolo del nacionalismo y la independencia de Canarias. Su muerte, como la del militante del PUCC Antonio González Ramos, en 1975, y la del joven Bartolomé García Lorenzo, en 1976, debe inscribirse en los últimos coletazos de la agonizante bestia franquista, si bien agravada con la obscenidad oficial del simulacro de investigación y juicio militar posterior, que fueron cerrados completamente en falso. El asesino de Antonio González Ramos, el tristemente famoso comisario Matute, fue procesado y posteriormente amnistiado. Igual pasó con los policías que mataron por error a Bartolomé García Lorenzo. Pero el carpetazo a la causa de Javier no se basó siquiera en este tipo de requisitos formales. Simplemente el tribunal militar, atendiendo sólo a las declaraciones del coronel jefe del 15º Tercio de la Guardia Civil y desatendiendo, por “tendenciosas”, las declaraciones de las numerosas personas que testificaron en sentido contrario, llegó a la conclusión de que la bala que mató a Javier no había sido disparada por los guardias y, en consecuencia, sobreseyó provisionalmente el caso. Que es tanto como decir que lo cerró definitivamente, pues demasiado sabían que para nada existieron los “francotiradores” o “pistoleros” a los que de manera ambigua hicieron alusión en sus declaraciones los mandos de la Guardia Civil, e incluso sigue sosteniendo hoy un individuo tan cuestionado por su papel en aquellos hechos como el ex gobernador civil de Tenerife, Luis Mardones Sevilla.
¿Qué más puedo decirles? Aunque se me han quedado muchas cosas en el tintero, creo que ya me he extendido demasiado. Ahora, ustedes tienen la palabra.
*(Palabras de presentación del nº 11 de la revista de historia Canarii, correspondiente a abril de 2008. La Laguna, 26 de marzo de 2008)
Nota de Canarias Insurgente. 12 de diciembre de 1977, un día escrito con sangre en la historia de nuestras islas. Algunos de los miembros de Canarias Insurgente fuimos testigos presenciales del asesinato del compañero Javier, en ese preciso momento intentabamos acceder a la Universidad cuando oímos los disparos -aunque en ese momento no sospechamos de lo que sucedió en realidad- militabamos en la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) y como todos esos días ibamos a montar las mesas para repartir propaganda. Sucedió todo muy de prisa, si no recordamos mal fue un compañero de las Juventudes Maoístas (organización juvenil de la Organización Revolucionaria de Trabajadores) -que estudiaba medicina- quien primero atendió a Javier.
Podía haberle sucedido a cualquiera de nosotros, pero la victima de este crimen fue Javier. Lo recordamos, no lo olvidamos. Nosotros también somos Javier, hemos muerto con Javier y con todos los luchadores antifascistas que entregaron su vida por lograr el triunfo de la democracia. Aunque no precisamente de esta democracia burguesa que nos sigue explotando y sometiendo.
¡Javier no te olvidamos! ¡Ni olvidamos, ni perdonamos!
Le felicito por lo expuesto; anecdóticamente desconocía lo del bar de San Honorato, el exámen de Bioestadística para el 13-12-77, la consulta departamental prevista y que estaba de libre oyente. Sabía que vivía en Viana 20, meses antes se había licenciado en el cuartel Manuel Lois de Infantería de Marina en Las Torres (Las Palmas G.C.) y sus padres residían en Triana regentando el afamado comercio calzados Quesada. Aquél día y casi a la misma hora yo salía de la facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación en vista que sólo me encontré al bedel por el camino e inicié el camino de vuelta por la puerta lateral cercana a la Facultad de Farmacia que comunicaba casi directamente con la calle Heraclio Sánchez. Al día siguiente,el entonces rector y hoy venerable anciano y vecino mío, Antonio Bethencourth Massieu suspendió la actividad académica. Dos días más tarde regresé a Las Palmas, vía marítima, dado que no había plazas desde Los Rodeos; a partir de entonces y en los tres cursos siguientes que me restaban no palpé el fervor político pretérito. UN ABRAZO.
Publicado por: OSWALDO 1/82 | 08/09/2010 en 09:22 p.m.