La literatura como terrero de lucha / Samir Delgado.- "Cuando los dos jóvenes isleños ponen fin a su aventura de autonautas por la cosmoisla de Tenerife, agradeciendo a Julio Cortázar y Carol Dunlop su ejemplo de cronopios inmortales".
"Esa vieja obsesión que vuelve otra vez,
leitmotiv de las alegrías y las inquietudes:
el mundo no tiene dimensiones"
Julio y Carol
Hasta las partículas más ínfimas de la arena que pisamos son pura literatura. La apariencia homogénea de la playa calcada en los folletos turísticos de los exotismos hawaianos esconde la gran complejidad de los sedimentos que la componen, amasada en los fondos marinos durante intervalos geológicos que nos resultan impensables, llevan consigo un sinfín de historias que dan colorido a los signos de la insularidad, que esperan ser interpretados por cada uno de nosotros.
Nos costó llegar al final, parecía que el juego no daba tregua alguna, una vez cogemos impulso ya no sabemos realmente cuando nos detendremos, si es una pausa provisional que sale al paso o si es el último hálito de la aventura que sobreviene por sí solo en medio de la marcha.
Con el viejo peugeot extenuado, nos vamos aproximando cada vez más a cualquiera de las cunetas habilitadas como parking al uso de los bañistas, la neverita casera ha sido desvalijada con infantil glotonería y decidimos poner el off en la radio para que la banda sonora de nuestro The End registre al menos un poco de naturaleza enlatada, ya saben algún golpe de brisa marina mezclado con algún que otro bocinazo de histéricos conductores con atrasos evolutivos, que según las estadísticas oficiales, agotan su salud mental haciendo gárgaras contaminantes con los aceleradores para adelantar a cualquier cronopio feliz, que nunca jamás encontró gracioso salir en las esquelas de los dominicales.
Cuanto más nos acercamos al territorio playero, delimitado en dos por las hamacas de alquiler y los callaos salvajes, tanto más nos alejamos del silencioso casco de Granadilla, antiquísimo reducto de la historia que se difumina en el tiempo pasado como todos los demás pueblos de la cosmoisla de Tenerife.
Mientras nos dejamos arrastrar hasta la costa, sorprendidos por la estrambótica señalización de la milagrosa cueva del hermano pedro, con cierta desazón observamos una verdadera nave de argonautas isleños anquilosada como una reliquia turística en medio de los terraplenes con fecha de urbanización.
Entonces, como una nota a pie de página en nuestro diario de a bordo, damos constancia a los críticos literarios y demás especialistas del futuro sobre el ocaso definitivo de los solitarios personajes fetasianos, encontrándose la memoria popular y las historias de amores legendarios contadas por nuestros mayores en un grave estado crónico de olvido.
Finalmente, la caseta del cable telegráfico que une Tenerife y el enclave senegalés de San Luis desde el siglo XIX nos recuerda las claves de nuestro tiempo, el mundo no tiene más fronteras que las impuestas por el poder.
Por fin, el atlántico reboza con su frescura yodada la planta descalza de nuestros pis, glup glup.
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