Agapito de Cruz Franco / Artículos de opinión.- “La hoguera / la hoguera / la hoguera. La hoguera tiene / qué sé yo /que solo lo / tiene la hoguera” Javier Krahe. Después de la Fiesta de San Juan y el solsticio de verano, donde por mor de la cultura se queman en estas islas gomas de coches, neveras, puertas barnizadas, cacharros tóxicos varios etc, llegaron los incendios veraniegos. Toneladas de CO2 desde nuestras cumbres a la atmósfera. Tras ellos los Fuegos del Cristo de septiembre para dar paso después a la quema de las fotografías de los Reyes de España, Carod Rovira y banderas varias flambeando al viento.
El recurso sanjuanesco del fuego no hay manera de quitárnoslo de la cabeza. Ni siquiera en estos tiempos de suicidio carbónico. A ver si empezamos a entender que, aparte de la contaminación por combustión, quemar símbolos o ideas, no significa que desaparezcan. Como mínimo, se transforman. Lo dijeron ya los antiguos griegos. Que se lo habían oído decir a los viejos asirios. Y estos a su vez a los egipcios, quienes lo habían aprendido de los sumerios, hace más de 11.000 años, cuando se inventaron las ciudades y el lenguaje. Mucho tiempo después, eso sí, de haber sido descubierto el fuego por uno de los animales más salvajes y acalorados que existen.
En la Edad Media, se le cogió bastante afición a las fogaleras. Las personas más inteligentes no podían vivir tranquilas porque las chamuscaban, llamándolas brujas, ante la primera gripe que apareciera. Ha sido algo propio de los homínidos. Hubo un tiempo, cuando la Santa Inquisición, en que se quemaban los libros prohibidos. Algunos salían brincando del fuego abrasador, o, se elevaban milagrosamente sobre él, ante la admiración de los sagrados pirómanos que de inmediato los cambiaban de índice: “¡Milagro, milagro! Nihil obstac herejía”, gritaban. La cosa se puso más seria cuando las diferencias religiosas de opinión se zanjaron con humanas fogaleras en la plaza pública. Auto de Fe. Olor a carne quemada y vino de misa recién celebrada.
En Rusia, fue tanto el fuego calcinando una y otra vez Moscú, que su Plaza más emblemática terminaría llamándose Plaza Roja, en honor al fuego que constantemente se llevaba por delante las casas hechas con madera de la taiga siberiana. Rojo, que como color propio del poder imperial, terminaría heredando el marxismo estalinismo abrasador. Las últimas hogueras más significativas son las que hacían los curas en el franquismo durante el Rosario de la Aurora, cuando al final quemaban en piras incendiarias todos los libros que tuvieran algo que ver con la democracia, el comunismo y las ideas liberales o libertarias. Lo mismo que se hacía en el otro mundo -a pesar de la guerra fría-, y que condenó al fuego de la represión y la censura cualquier proyecto desviacionista opuesto al régimen dictatorialmente establecido.
A lo largo de la historia, las guerras llevaban implícito arrasar a sangre y fuego las ciudades, a no ser que se renunciara a ello sembrándolas de sal para que no creciera ni el rabo de gato. En la actualidad el fuego de las bombas inteligentes del Imperio o del imperialismo fanático del terror, ha rasgado muchas noches de miedo sobre sociedades inocentes a lo largo de los cuatro puntos cardinales del Planeta.
El fuego, como estrategia política, ha sido siempre el recurso de los cobardes. Baja autoestima de totalitarismos e ideologías trasnochadas. En USA el “Ku-Kus-Klan” del only english racista liquidaba a los negros bajo la encrucijada luz de una antorcha. Quemarse a lo bonzo reivindicando el martirio por algo o alguien no es de héroes sino de suicidas. La última de las encendidas es la hoguera global, el cambio climático que amenaza con abrasarnos a todos. Quien se ha pasado la historia quemando a los otros era normal que terminara quemándose a sí mismo.“Cruz, perro maldito, que juya el demonio desnudo pa fuera”, decía el poeta y folklorista orotavense Chucho Dorta Benahuya como rezado ante las injusticias. Lo repetimos aquí, para que los demonios del ser humano se lleven definitivamente sus hogueras purificadoras a los Infiernos.
Artículo de Opinión de Agapito de Cruz publicado hoy jueves 22 de noviembre en La Gaceta de Canarias.
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