Francisco León / Artículos de opinión.- Muchos pensarán que me atrevo a explicar los siguientes sucesos en medio de la absurda vorágine de estas elecciones con la intención de hostigar a un grupo político determinado, y en beneficio propio. Pero el lector comprobará de inmediato qué lejos estoy de cometer semejante cicatería. De hecho, el origen de todo cuanto explicaré se debe no a la desastrosa política del Cabildo Insular de Tenerife, gobernado, como sabemos, desde hace muchos años, por Coalición Canaria, ni a la no menos deplorable administración de los ayuntamientos de la Isla. El de Icod de los Vinos, regido también desde tiempos inmemoriales por un pálido y doméstico espectro —asunto que siento como una desgracia personal— del Partido Socialista Obrero Español es un ejemplo que conozco bien: dimití de mi cargo de coordinador de bibliotecas de aquel municipio —siendo Juan José Dorta su alcalde y corriendo el año 2003—, a causa del nulo respaldo y respeto que la administración local dispensaba al grupo de trabajo que entonces dirigía. Y sé bien que no es otra la tónica en la mayoría de municipios de Tenerife. La cadena de despropósitos y negligencias que han llevado a la institución de la biblioteca pública a su completa desintegración es obra conjunta de las torticeras políticas municipales de toda la Isla y de la repugnante inhibición del Área de Cultura de nuestro Cabildo en particular.
Aquel famoso y trompeteado Plan Insular de Bibliotecas —meramente un plan que surgió de la omnímoda mente de Dulce Xerach Pérez—, y su subsiguiente y ampuloso subproducto, la Red Insular de Bibliotecas —una red que tomó forma literaria bajo la dirección del abducido Consejero de Cultura Miguel Delgado— no son a día de hoy más que una fantasmagoría, una engañifa de quita y pon, muy propia de las políticas de proyección espectral de nuestros regidores. De aquellos planes y redes concienzudamente diseñados sobre los papeles, hoy sólo quedan, como en el relato de Borges, las ruinas relucientes de unos monumentos barridos por vientos melancólicos. Un buen amigo, director de una biblioteca pública de Tenerife, me ha contado no hace mucho que, cuando alguien lo ha llamado por teléfono para preguntarle por la gran Red de Bibliotecas de Tenerife y sus magníficos beneficios, no le ha quedado más remedio que responder que la dichosa Red de bibliotecas de Canarias sólo se reduce al raquítico intercambio de correos electrónicos entre algunos bibliotecarios —los otros se conforman con la desolación de las ruinas— que se felicitan por sus cumpleaños y onomásticas.
Durante el curso administrativo 2003-2004 se soñó mucho en el Área de Cultura del Cabildo. Yo mismo fui uno de esos soñadores. Se soñó, por ejemplo, un único catálogo general que contuviera todos los fondos de las bibliotecas públicas de la isla, consultable vía Internet. También se soñó con la especialización de las bibliotecas —un visible ahorro económico—, la completa renovación de los fondos —y de su calidad—, el intercambio librario, inexistente todavía hoy, mediante un flujo rápido y libre de los préstamos interbibliotecarios. Se soñó con un carnet único para los socios de toda Canarias, e incluso se llegó a soñar con la emisión definitiva de una ley canaria de bibliotecas —somos aún la única autonomía completamente deslegalizada en estos asuntos—. La ley, como es sabido, y como todo lo demás, no llegó. E ignoro si llegará algún día. Mejor dicho: no lo ignoro. Sé perfectamente que no llegará porque implicaría una remodelación bibliotecaria sin precedentes en nuestras tierras —la contratación legal de los bibliotecarios, por ejemplo—, una remodelación que obligaría a un gasto monetario —ni alto ni bajo— no traducible de forma inmediata en el correspondiente y beneficioso saco de votos. ¿Me pregunto qué programa político de los muchos que hoy nos hacen llegar a nuestras manos se preocupa de un asunto tan básico como el de la cultura y la información emanada de las bibliotecas?
Sin embargo, lo que era un sueño inalcanzable para nuestro paisanaje —y una pesadilla para nuestros políticos—, más allá de nuestras fronteras acuáticas no es sino una realidad obligatoria. Con la desaparición del Consejero de Cultura del Cabildo —ubi sunt—, y de su atorada mano derecha en estas materias, el señor Jefe de Servicio de bibliotecas, archivo y documentación, entraría en escena —año 2005— la figura del Director General de Cultura: un dios Jano inmodesto, irreflexivo e inoportuno capaz de parlotear como es sabido según convenga al modo de un ejecutivo de CajaCanarias o al de un gansterillo de barrio marginal. El señor De la Rosa borró de un plumazo el sueño de las Bibliotecas en Red. Me lo imagino, con palillo mondadientes en la comisura derecha de su boca, diciendo: «¡Uáh, si eso no da votos, muchá!». Y, con unas risas, acabado el sueño, se terminó la pesadilla. Ahora las bibliotecas de Canarias poseen, y no todas, unos elegantes minimalistas muebles comprados a una empresa catalana y dos centenares de terminales electrónicos conectados a Internet. Sin embargo —un dato más sobre el berenjenal en que nos hallamos—, como la descoordinación técnica entre administraciones has sido mayúscula y tradicional, a continuación descienden del ignaro cielo de la Viceconsejería del Gobierno de Canarias otras tantas decenas de terminales electrónicos conectados a Internet, inútiles. Y ahí, lector, se acabaron planes y redes. Pasamos de tener sillas de playa a sillas de contrachapado, de manejar fichas de papel a manejar un complejo sistema de catalogación y búsqueda para catalogar y buscar el mismo parco número de libros mohínos.
Las bibliotecas no son lugares donde se va a pasar el rato los días de calor, como creen íntimamente algunos políticos de la cultura. Las bibliotecas públicas han sido definidas por organismos europeos de prestigio como centros de flujo libre y liberador de la información y de la cultura. Deben ser entendidas como un servicio social obligatorio, legisladas, con todas sus sedes interconectadas entre sí, con instalaciones modernas y con capacidad para autoabastecerse y automodificarse según los intereses de los lectores y los usuarios, y no según las ambiciones de los poderes que controlan la información. Dicho de otro modo: las bibliotecas públicas no son únicamente lugares de concreción y difusión del conocimiento, sino lugares de concreción y difusión de un conocimiento libre y liberador. ¿Que esto no da votos? Por su puesto que no los da. Es más, puede que estos lugares llamados con cierto desprecio «bibliotecas públicas», bajo condiciones de funcionamiento adecuado y algo de tiempo, derroquen formas y fuerzas de poder que operan con el control interesado de la información y el conocimiento.
No sé si es este el razonamiento que logran en sus cerebros quienes han abandonado injustificadamente la creación del sueño —los apoltronados del Área de Cultura del Cabildo insular de Tenerife—, o es tan sólo un razonamiento aún mucho más burdo el que circula por sus cráneos: que el conocimiento y la información no sirven para nada en absoluto. O será peor aún: que a las gentes de Canarias, brutas y bárbaras como son, las bibliotecas y sus contenidos se las traigan al pairo y no les sea de provecho en sus entendederas. Así que, por lo tanto, para qué demonios una Ley que nos obligue a todos a gastarnos los dineros que bien podrían usarse para bocadillos forrajeros y mirindas, rallies patrocinados y reguetón femenino de ultramar. El cínico Diógenes palidecería de asombro al lado de uno de estos factotum de la cultura enlatada gubernamental.
El lector debe saber —por si a estas alturas piensa votar algo— que nuestras bibliotecas, las bibliotecas públicas de Canarias fueron, son y serán las peores dotadas de todo el territorio nacional, en todos los aspectos, excepto en el de la paralización y la dejadez. Tenemos, eso sí, las más paralizadas y mejor dejadas bibliotecas de toda Europa, con amplia diferencia. Pero qué importa si las tenemos dejadas en las manos de Dios, aunque sean dioses menores.
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