Cultura / Ernesto J. Rguez. Abad.- Redacté la novela siguiendo las claves que los retazos de escritos hallados me proporcionaban. Los ordenaba según el descolorido de los papeles fuese más o menos intenso, ese dato podría ser indicativo de épocas más o menos antiguas. Luego corregí muchos datos basándome en las confesiones de los que aseguraron haberlo conocido. Completé, más tarde, algunos de los sucesos gracias a las leyendas que corrían de boca en boca por las Islas.
Cuando ya creía que tenía toda la información y que la redacción podría ser la definitiva, otros hechos disfrazados de casualidad llegaron hasta mí, cambiando puntos de vista y manera de pensar. Uno era un ser vivo, un loro; el otro, las cartas del protagonista.
Muchos años después de haber escrito este relato, sentado frente al mar, en las rocas negras, volví a sentir que las olas me hablaban del pirata.
La primera vez que oí hablar de él fue a un viejo pescador.
Luego, fui recomponiendo la apasionante historia de aquel joven, como si ordenara un rompecabezas o como quien pone ladrillos para construir un muro. Son fragmentos de la vida de este muchacho, extraordinario para algunos, alocado para otros. Las noticias, los datos me fueron llegando inesperadamente, como si alguien sin identidad me los fuera enviando desde algún lugar extraño. Parecía que aquellos trozos de vida venían hacia mí sin que yo los llamara. Parecía que aguardaban a que yo los ordenara...
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