Agapito de Cruz Franco / Artículos de opinión.- Tras las carnestolendas reprimidas por el nacional-catolicismo, apareció una orgía de plumas y lentejuelas, y la identificación del imaginario insular con esta fiesta universal. ATI-picos políticos la aprovecharon con récords de masas humanas, y el Pleito insular apareció como lo que era: un disfraz. Los políticos, de sentir temor ante las canciones del pueblo, desearon que hablaran de ellos. La crítica mordaz apenas se tradujo en cambios sociales a pesar de múltiples singuangos. Se mantuvieron afilarmónicas, se multiplicaron murgas, rondallas, comparsas y dragquins, junto al triunfo en la calle de la creatividad popular. Unas reinas de interminable fantasía inventaron los colores. Pero se perdió la máscara, cuando en lugar de dirigirlo el pueblo, el Carnaval pasó a manos de las Instituciones. Las verbenas de mascaritas devinieron en discotecas al aire libre.
Algo más se perdió, aparte de la persecución de los carnavaleros por el artículo 324 del código penal, cuando en lugar de nombrar persona non grata al Alcalde de Santa Cruz, por sus cautelares irresponsabilidades decibélicas o sus amargos proyectos de telebasura, se ha desviado la protesta hacia un bailarín, que, aunque impresentable, bailó al son que le tocó la orquesta municipal. Menos mal que llegó la Gala de La Orotava devolviendo Cleopatra al pueblo, e integrando y dando papeles a los 120 inmigrantes senegaleses que nos trajo el océano.
Si hoy preguntas por las luchas de Don Carnal y Doña Cuaresma, ayunos cuaresmales, miércoles de cenizas –polvo eres y en polvo te convertirás- y de lo que supone la burla a lo religiosamente establecido, incluido lo políticamente correcto, que no deja de ser otra forma de religión, o por las fiestas en febrero al dios romano Luperco, casi nadie sabrá responder. Pero si hablas del carnaval, te dirán que es alcohol, preservativos, salir disfrazado, y bailar hasta el amanecer:¡Chacho, qué bueno anoche. No nos podíamos ni mover de tanta gente, colega! El Carnaval fue desfigurado hace mucho, y volverá a ser él mismo cuando el pueblo se lo arrebate a los ayuntamientos. El entierro de la Sardina el miércoles marcaba su final. Pero han aparecido sardinas y bichos raros por todos lados y en lugar de una semana dura un mes. Y como manda el turismo y el negocio empresarial, tenemos a los curas del Sur enfadados porque el Carnaval les coincide con la Semana Santa.
Quiero levantar mi aplauso para lo auténtico, para esas iniciativas ciudadanas que han remado muchas veces contracorriente: el Mataculebras, los Carneros de El Hierro, los Indianos de La Palma con la Negra Tomasa y los empolvados, la parodia diabólico-inquisitorial Las Burras de Güímar o el Baile de Piñata de San Juan de la Villa Arriba de La Orotava, entre otras. Dejando a un lado los Indianos, y el Baile de Piñata por harto conocidos, los Carneros del Hierro provienen del dios romano antes nombrado, divinidad protectora de los rebaños y su antecesor Pan, deidad pastoril griega. Matar la culebra es un ritual de origen afrocubano traído a las Islas entre los siglos XIX y XX por emigrantes retornados de Cuba y, como dice Manolo Perera, “uno de los géneros más interesantes del folklore musical de las Islas Canarias y antecedente del teatro en la calle”. Este año se cumplen diez de su recuperación por el Grupo Folklórico de la Facultad de Educación de la Universidad de La Laguna y se representa en La Orotava, Los Silos y Buenavista con la colaboración del C.P. San Agustín.
Pero el Carnaval nunca muere. Es cierto que Don Carnal lo hace cada Miércoles de la Sardina, pero resucita al año siguiente, Ave Fénix sobre sus cenizas, para dar la batalla a la religión, la política y el puritanismo. El próximo 27 de mayo, elegiremos también el mejor disfraz y el reinado para los próximos 4 años… Te animo a transgredir en esa fecha lo establecido, quitarles la máscara, coger el látigo y largarle con ganas a las culebras. Que aunque en Canarias no existen, haberlas, haylas.
Artículo de opinión publicado en La Gaceta de Canarias, 22 de febrero de 2007, por Agapito de Cruz.
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